Thursday, April 03, 2008

Jueves 03 de Abril de 2008
Un alcalde, un árbol, una plaza Por Cristián Warnken


Señor alcalde de Vitacura:

Estoy en la plaza de la calle Almirante Acevedo, al lado de un pequeño árbol plantado por los vecinos en memoria de un niño que dio aquí sus primeros pasos, pero que un día se fue, cambiando esta plaza por el cielo. ¡Cosas de niños que vuelan!

Los que se quedaron aquí corren, saltan, andan en bicicleta, giran en torno a este pequeño círculo verde en sentido contrario a las manecillas del reloj, derrotando con sus juegos el tiempo frenético de la ciudad.

Todos los días del año, esta sencilla plaza invita a los que pasan a quedarse, a caminar lento, a simplemente "estar" o ser.

¿Qué hay en este lugar que saca a los vecinos de sus propios jardines, para arriesgarse al encuentro con los otros, en el tiempo del egoísmo y la sospecha? Ése es el secreto de una plaza sin nombre, en un rincón de la comuna de la que usted es alcalde. Y en esta plaza, todos los niños se conocen por su nombre: Lolito, Josefa, Moncho, Juanito, Emilia, Matías, Piedad, Lucas, Salvador, Amanda y el recién llegado Benjamín. Aquí ninguno se extravía, nadie se siente solo, y cuando un niño se va muy lejos, los otros le plantan un árbol, para que siga creciendo en otro tiempo, pero con las raíces en su plaza.

¿Es esto que digo pura poesía, un hermoso cuento? ¡No! Éste es uno de los últimos reductos de la realidad, de la realidad del hombre devorado por la irrealidad de las no-ciudades. A pocas cuadras de aquí, en Américo Vespucio, comienza el infierno al que se han autocondenado los santiaguinos. El absurdo de millones de autos detenidos en un taco sin fin, viaje sin sentido ni retorno de los automovilistas, una subespecie del hombre, burda e iracunda, pronta a lanzarse con furia sobre el prójimo en el próximo semáforo.

Pero aquí, a sólo tres cuadras del infierno, vivimos en un reino de los cielos urbano, del que no queremos ser expulsados por nadie, y menos por el nuevo dios devastador que nadie detiene: el de la avidez inmobiliaria. Hoy, mientras meditaba junto al árbol del niño que se fue, supe que ese dios que ha reducido comunas enteras a eriales de construcción en altura ya estaba a las puertas de nuestro frágil reino. Al fondo de Almirante Acevedo con Ascencio de Zavala, unas mallas celestes tapando tres jardines anuncian que mañana una empresa de demolición dará su primer zarpazo a una de nuestras entrañables esquinas.

Señor alcalde: entonces me acordé de estos versos de Rilke sobre las ciudades sin alma: "Pues las grandes ciudades están,/ Señor, perdidas y deshechas (...)./ Ahí crecen los niños junto a las ventanas/ y siempre se levantan bajo la misma sombra/ e ignoran que afuera las flores llaman/ hacia un día de sol, felicidad y viento,/ y tienen que ser niños, pero niños tristes".

Y sentí una angustia en el pecho, y junto al árbol del niño que se fue me prometí escribirle esta carta, para decirle que Vitacura son también las calles verdes y silenciosas, con olor a pasto mojado, las casas con historia, los niños con nombre propio: Augusta, María Gracia, Pascual, Tomás, Santiago, Javiera, Agustín, todo eso que urbanistas, arquitectos y políticos olvidan, porque vivimos los tiempos del olvido del ser.

Al terminar esta carta, quiero respetuosamente dirigirme no al alcalde, sino al hombre con nombre y apellido, Raúl Torrealba. ¿Cómo quiere usted ser recordado cuando se vaya? Porque todos nos vamos: de los cargos, de los barrios, de la vida. El niño que se fue de esta plaza es hoy un árbol. ¿Y si aprendemos a ser árbol con él, todos los que vivimos aquí nos plantamos como árboles para parar el desierto que avanza? ¿Y si usted también se hace árbol y niño y plaza?

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