Sunday, October 25, 2009

Filósofos

En Wikipedia

Saturday, October 24, 2009

Leer y escribir II

En literatura hay que entretener con inteligencia, y Kafka, y tener sentido del humor y más Kafka. Eso, básicamente. Borges, Allan Poe, Nicanor Parra y Nietzsche. La concisión de Chéjov. Ese sugerir las cosas de Hemingway. La concisión de Hemingway y ese sugerir de Chéjov. La vida es muy corta como para leer hueás. Lee los buenos primero, seguro no alcanzas a leerlos a todos. Y mételos siempre en lo que escribes. Róbales, asáltalos. Mucho Mark Twain y Julio Cortázar. Mucha poesía en mi caso y mucho Kafka. Creo que con Kafka y Edgar Allan Poe nos bastaría. Como ven, muy decimonónico no soy. He leído, claro, a los clásicos, pero creo que todavía soy muy joven para apreciarlos verdaderamente.



Todos somos ángeles. Por si no lo recuerdan, según los propios cristianos el diablo es un ángel. Caigo desde el cielo, atravieso la atmósfera, nubes, fantasmas. Somos robots biológicos que le damos significados a las cosas. El viento en la cara me entrega una melancolía que disfruto. No entender las cosas es entenderlas.

Sunday, October 11, 2009

Intimidad

Francisco Mouat
Escribir crónicas sin restricciones temáticas y publicarlas periódicamente es un oficio entrañable al que quisiera dedicarle mi mayor energía durante toda la vida. Me mantiene más o menos despierto, medianamente atento a lo que ocurre, aquí adentro mío como allá afuera. Me regala, además, lectores, sin los cuales el oficio perdería casi todo su sentido. Necesito, eso sí, para poder contar algo, que constituya a lo menos un destello en mi vida. Aquello que sucede demasiado lejos de mis sentidos y de mi espíritu, aquello que no alcanzo a distinguir de ninguna manera y que puede ser la borra de un café que no soy capaz de procesar y que es casi todo lo que ocurre en el mundo, simplemente me abstengo de contarlo, no tiene ningún sentido para mí escribirlo. Leí hace poco una entrevista al periodista norteamericano Gay Talese, uno de los íconos del llamado nuevo periodismo, y me sorprendió gratamente una de sus frases: él decía que lo que más le interesaba era la intimidad. Me gustó como lo dijo. Me gustó lo que significa.
A mí también me interesa la intimidad. La propia y la ajena. La del fondo de tu alma, la que a veces te cuesta ver y reconocer, la que te hace frágil y vulnerable, la que te convierte en absurdo, contradictorio y pequeño; y también aquella intimidad que a veces te regalan otros, cuando te permiten visitarla: amores, sueños, risas, dolores, ideas, el privilegio de una amistad, aquella inesperada historia que nos reconforta leer o escuchar de boca de uno de los amigos que fuimos haciendo o fortuitamente se cruzaron en nuestro camino.
Desde muy joven que ando buscando esa intimidad. Tal vez esto explique en parte por qué siempre he querido escribir sólo sobre lo que me interesa y desechar lo que no. A veces me resultó, y otras tantas tuve que entregarme al juego de cintura, la resignación y también el aburrimiento mortal, especialmente cuando otros eran los que decidían de qué escribir y cómo hacerlo.
A mí los periodistas que más me gustaron y me gustan son aquellos que mejor cuentan historias hasta ese momento íntimas y privadas, en donde el alma humana y el mundo que la sostiene son los verdaderos protagonistas, y donde la clave no es ni la venta de ejemplares, ni la captura de publicidad ni la maldita rentabilidad a la que hoy todos tratan como si fuese la verdadera y única moral de nuestros días. Los periodistas que al final más me interesan son aquellos que tal vez no fueron totalmente rentables para sus empresas, los que investigaron libremente, los que tuvieron el temple para denunciar con responsabilidad, los que se tomaron el tiempo suficiente para narrar con libertad y gracia, para pensar en voz alta sin miedo, o que simplemente regalaron belleza allí donde costaba encontrarla. Olfateo una dictadura del mercado en todas las latitudes periodísticas a donde uno mire, la fuerza de una tormenta que parece inevitable, una tormenta que amenaza con arrasar los últimos vestigios de romanticismo que han a compañado al oficio. Pero aún quedan las historias, la intimidad de la que habla Talese y con la cual todavía podemos sintonizar.
Por eso me gusta mi oficio de cronista. A ratos me doy cuenta de que uno posa la vista y el alma en unos pocos asuntos, de un modo más o menos repetitivo. Carezco del olfato necesario para informar con asertividad sobre lo que se supone está sucediendo en el mundo. No sé hacerlo: me especializo un poco más en aquellas corrientes subterráneas que nos ocupan cuando nos sentamos en la mesa de un bar o un café a apurar una copa o una taza sin un propósito fijo. Tampoco sé anticiparme a los hechos, y adivinar qué podría acabar ocurriendo mañana. La actualidad así entendida me es esquiva. Y ni hablar del poder: ahí me declaro total y decididamente incompetente. Sospecho algunas cosas, encuentro bastante razón cuando alguien sugiere que no necesariamente hay que estar en el gobierno para detentarlo, pero lo más claro es que desconfío de él, de lo que propone y de la forma en que acostumbra instalarse, casi siempre de modo autoritario y vertical, casi siempre dueño de la verdad, casi siempre disponiendo de las vidas de los demás, casi siempre motivado por no perder terreno ni el privilegio de seguir mandando.
A mí me gusta el otro privilegio: ojalá no mandar a nadie, ojalá no detentar ningún poder, y entretanto escribir crónicas sin un propósito determinado, imperfectas, íntimas.
Nuevas historias de Nueva York

Se cumplen 400 años del descubrimiento de Manhattan. Para celebrarlo, les pedimos a cinco escritores chilenos que hablaran sobre la ciudad. Éstos son sus relatos.

Por Lina Meruane
Ciudad Sumergida
Nadie me había advertido que caerse en una esquina sella un futuro regreso. No sabía del poder de esa superstición urbana. Ni siquiera imaginaba qué cosa podía ser una superstición. Yo tendría unos seis años reconcentrados en el cielo: estaba mirando fijamente la aguja que coronaba una torre cuando me fui de espaldas. Las nubes seguían desplazándose a una velocidad de vértigo. Y quizá haya cerrado los ojos como quien pide un deseo. Conservo un recuerdo posiblemente falso de que entonces mi padre me recogió del suelo. Que fue él quien me auguró sucesivos retornos. El hecho es que yo volvería a volver a Nueva York en muchas ocasiones. Ascendería sus torres, observaría el mundo desde un rascacielos. Acaso fueran ataques literales de arribismo. Pero todo ese fetichismo de alturas vino a desplomarse un once de septiembre, poco después de que yo me instalara definitivamente en la ciudad. Esa caída de golpe en la realidad cambió mi perspectiva. El espectacular derrumbe produjo una paranoia que se ha confirmado una y otra vez con otros incidentes: el del piloto que planeó con los motores fundidos por encima de mi edificio para aterrizar forzosamente sobre el río, el del helicóptero lleno de italianos que se estrelló contra una avioneta y acabo hundiéndose en el Hudson. Habría que contar la historia de las trágicas alturas neoyorquinas, pero no seré yo quien la escriba. Querría narrar más bien sus recovecos, sus oscuridades. Mi vida en esta ciudad ha detonado una pasión por profundizar más que por empinarme. Por poner los pies en la tierra, por mirar la ciudad a los ojos, de manera más horizontal, menos jerárquica. He llegado a concluir que para entender esta ciudad es imprescindible verla sin efectos especiales y sin glamorosos maquillajes. Verla como lo que Nueva York ha sido desde su comienzo: una ciudad moderna ya oxidada y parchada de concreto y fierro. Un sueño de grandeza siempre al borde del colapso. Basta volverse hacia sus cimientos, hacia los túneles que atraviesan esta Manhattan rechinante para comprenderlo. Hay que descender al metro para encontrarse con lo que realmente palpita y produce historia: sus gentes diversas, extraordinarias, miserables, sus empresarios neuróticos, sus jóvenes soñadores o dormidos, sus locos, sus ensimismados lectores, sus multitudes de mendigos desalojados de los albergues en pleno invierno, sus predicadores aullando si estás con Dios o con el Diablo, sus millones de ratas ensordecidas por el ruido que, de vez en cuando, surgen de la ciudad sumergida y, mareadas por la fantasía del ascenso, yéndose de espaldas por el vértigo, se cruzan con una por los andenes del metro.

Cuatrocientas palabras
Una tarde de lluvia sobre el ferry que regresa de Staten Island, el café que servían en la Border's del World Trade Center, mi abrigo comprado en una ganga de la tienda del frente, tienda que hoy es polvo y moléculas de fierro, cemento y muertos.
La MetroCard semanal, la línea 1/9, la satisfacción cuando por fin entendí que el conductor del metro decía "stand clear of the closing doors", pararse en el primer vagón del metro y mirar los ratones que escapan del tren en el túnel, la primera vez que me preguntaron dónde quedaba una calle y supe qué contestar, la gente que ayuda a subir las escaleras a la gente con coche de guagua (y guagua).
Los vagabundos de Thompkins Square Park; los portorriqueños de Alphabet City; los parques comunitarios del East Village; "O", el tipo que defendía al barrio de las hordas de ejecutivos de Wall Street que amenazaban con tomárselo.
El papá de Suzzane Vega y su centro comunitario en Losaida, el pequeño restorancillo francés del Soho, Angelika y Film Forum, el segundo piso de la tienda de imposibles artículos chinos donde no me compré un traje Mao -por caro-, en pleno Houston.
Los departamentos de renta controlada y sus pisos de madera apolillados e inclinados.
Los desayunos con huevos rancheros y arepas con Gabo y Marita; Mattias Osterlund, que leyó a Kapuscinski antes que nadie; Alieu Sheriff, que un día tuvo que dejar Sierra Leona; Amy Double, que leía a Isabel Allende; tío Iván Kraskin y sus risas y sus llantos de ruso viejo; los pocos neoyorkinos nacidos y criados en la ciudad; Michael Agovino, que en años no salió de Manhattan y cuando fue a visitar a sus padres a North Carolina casi lo tomaron preso por el simple hecho de caminar en la calle.
El Lincoln Center, el restaurante vietnamita en algún lugar de las calles 70, la picada de empanadas caldúas chilenas en Amsterdam, la catedral de San Juan el divino, nuestro pequeño hogar frente a Tom's (el restaurante de Seinfeld que es el mismo de la canción de Suzanne Vega, que es la hija del señor Vega de Losaida), el doctor Green de ER cuando hizo parar un taxi en algún lugar de las calles 80, Winona Rider cuando hizo girar cabezas en algún lugar de las 70, el frigorífico que es la sección de carnes del Fairway de Harlem, el especial de almuerzo del Dinasty por $5,50, el calor extremo, el frío extremo, cualquier calle de Nueva York cuando se reflejaba en los ojos de mi mujer.
Año Nuevo
29 de Diciembre, 2008
Nueva York, con toda la familia para recibir el Año Nuevo. Alquilamos un departamento en la 95, entre Broadway y la Amsterdam. Estamos rodeados de vagabundos porque abajo hay un refugio para los homeless, y al frente un bar de jazz donde no llega mucha gente. Nueva York aparece como la ciudad dura y difícil que es en verdad. Se nota la crisis. Me acuerdo de un relato que nunca escribí y que imaginaba la ciudad como el sitio de todos los sitios. El protagonista terminaba jugando ajedrez en un cafetín del Village. Si ganaba, se quedaba a vivir allí. Mañana vamos a desayunar a Barney, en la misma Amsterdam, donde sirven el mejor bagel con salmón de la ciudad. La especialidad de la casa es el esturión, un pescado blanco, muy sabroso. En la fachada tienen la imagen de un Neptuno con el tridente levantado. Miro hacia fuera. Hacer una literatura homeless, sin cielo.
30 de Diciembre, 2008
Creo que me estoy resfriando. En la esquina de la 95 con la Broadway, entro al Pain Quotidien a pedir un té y una magdalena. Me lo tomo esperando que Proust me devuelva el tiempo perdido. De vuelta al departamento, nuevo encuentro con los homeless. Los tipos se hablan fuerte: un pedazo de cartón, un cigarrillo, una moneda, cualquier cosa es válida para llamar la atención. Así viven la ciudad, la pueblan, la llenan con sus ademanes para que nosotros los veamos a ellos en primer lugar.
31 de Diciembre, 2008
Año Nuevo; la nieve cubre las calles. En la 95, un hombre viejo es arrastrado de una cuerda por otro más joven. Parece una escena de Beckett pero sin teatro.
Quizá un padre y un hijo. Caminan entre el gentío, a mediodía, el joven delante llevando de la cuerda al más viejo. En verdad es un cinturón y no una cuerda, pero no quita la sorpresa. Nadie se inmuta, en todo caso. Es una escena cotidiana entre tantas otras. Tengo que hacer una lista de propósitos para el 2009. Vamos con P. a escuchar a Paquito de Rivera al Lincoln Center. Muy bueno, pero lo mejor viene después, cuando Tony Madruga ocupa el escenario con su cuarteto. Tiene 14 años y toca el piano como los dioses. Tony es cubano-americano y un verdadero prodigio. Maravilloso. Como es menor de edad, sólo puede tomar coca-cola durante su presentación. Emocionante Madruga. Voy a tratar de convencer a mi hija para que se case con él.
Como aprendí a decir I love NY
Nunca dije ni escribí I love NY. Nunca me puse una de esas poleras que hoy son el logo del turista enamorado del souvenir de la gran manzana. Tal vez ése fue mi problema: yo nunca me enamoré de NY. Pero en octubre de 2001 me vi llegando a JFK con una maleta y dos libros que me ayudarían a entender, aceptar y finalmente querer la ciudad en la cual ya llevo ocho años viviendo. Esos libros eran Nueva York ida y vuelta de Henry Miller y Esta es Nueva York del cronista de The New Yorker E.B. White.
Ahí donde Miller se desencanta y crítica la decadencia y superficialidad de la ciudad, White se fascina por su secreta mecánica e incomparable aliento. En estos años me he sentido un poco Miller y un poco White: me he decepcionado al ver la vieja fiambrería polaca de la esquina de mi casa reemplazada por una oficina de inmobiliaria; he alucinado de felicidad mirando las luces del parque de diversiones de Coney Island, reflejadas sobre la nieve, una fría noche de enero. También he vivido eventos impredecibles, como el derrumbe de un edificio vecino y una invasión de luciérnagas en el patio de mi casa en Brooklyn.
"Nueva York es un niño gigante jugando con dinamita", dice Miller. "Un espectáculo continuo, un lugar que nunca está en equilibrio", opina White. Pero si llevas un tiempo viviendo acá, y sabes cómo acallar a ese niño, o apagar ese espectáculo, logras algo que pocos lugares en el mundo te conceden: aislarte.
Cada vez que cruzo el río hacia ese satélite de cristal que es Manhattan siento que he viajado una enormidad. Sólo después, cuando regreso a casa con una rareza de la librería Strand, la mitad de un ticket cortado de Film Forum, o una bolsa de camarones frescos de Chinatown, recuerdo que estoy en Nueva York. Y en ese pequeño lapsus mental no puedo evitar amarla.
Bienvenido al pueblo
Kristina, que ahora es mi esposa y entonces era mi novia, me esperaba a la salida del corral de los recién llegados en el aeropuerto JFK. Al otro lado del espejo, pensé al verla y busqué con la mirada el estacionamiento al aire libre, las gaviotas, la nieve sucia. Pero era verano. El cielo era límpido. Mi mujer y su pelo negro, su cara muy blanca, estaba dispuesta a regalarme su ciudad como si se tratara de su dote. Subimos entonces al auto que solemnemente le había pedido prestado a sus padres. Dando vuelta en un atasco infinito salimos del círculo de cemento del aeropuerto, rumbo a Queens. Jamaica, me mostraba, Forrest Hill, nombres distintos para las mismas casas de un piso. Y luego, en el horizonte, la isla. El puente Manhattan, el Empire State, el edificio Chrysler y su sombra gótica. Ahí está Nueva York, volvió a decirme Kristina, intrigada por mi religioso silencio. ¿Eso es Nueva York? Una imagen que había visto mil veces ahora me parecía completamente nueva. Ese resplandor plateado de una trucha abierta en canal, mostrando al mundo sus espinas. Una imagen que duró por suerte sólo unos segundos, porque muy luego hubo que cerrar los ojos y elegir una de las tantas ciudades posibles. Porque ese era el secreto que me escondían los taxistas en el aeropuerto. Manhattan sólo era monumental de lejos. Al otro lado del puente se convertía en una red de pueblitos: Little Italia, Little India, Little Brasil. Tiendas de botones, reparadoras de ropa, licorerías atendidas por japoneses y coreanos haciéndoles las uñas a alguna gorda que anda solo en un carrito de golf.
"Dí algo -se preocupó Kristina- ¿Te gusta?".
No supe qué responder, aún no sé. Eso es lo que me hace volver, es lo que no me permite quedarme en Nueva York, buscar una respuesta a esa pregunta.
Por Lina Meruane.


Nuestros 10 elegidos de Nueva York

(1) CAFFE REGGIO
Abierto en 1927, es el más antiguo y uno de los más importantes del Greenwich Village. Su dueño importó la primera máquina de capuccino y desde entonces ha sido un imán para artistas e intelectuales, de Jack Kerouac a Umberto Eco, pasando por Bob Dylan y Elvis. Ha salido en películas como El Padrino II y Shaft, y tiene el mejor cheesecake con frutillas del mundo. 119 MacDougal Street; www.cafereggio.com
(2) OYSTER BAR
En la famosa Grand Central Station hay un restorán histórico: el Oyster Bar. Hay que ver sus increíbles techos art deco, y probar sus ostras deliciosas (la más top: blue point). Presume de tener los mariscos más frescos de NY. Ambientado y con estilo de picada a la vez, vale una visita sin apuro, con reserva. Se recomienda: New England Clam Chouder o langosta, que puede elegir usted mismo. Calle 42, entre Lexington y Madison. www.oysterbarny.com
(3) ANGELIKA FILM CENTER
En pleno Soho, desde que se creó en 1989 es el lugar más destacado para ver cine independiente y/o de calidad. Hoy se exhiben Bright star (nueva cinta de Jane Campion) o Capitalism, a love story, de Michael Moore. En el primer piso tiene una cafetería gourmet, un lugar acogedor, especial para instalarse a leer con uno de sus lattes o cafe au lait, y con un menú que incluye comida orgánica y vegana. Houston con Mercer; angelikafilmcenter.com
(4) MANHATTAN EN BICI
NY es otro en bicicleta. Sobre todo en el tur Brooklyn Bridge de Central Park Bike Tours, que incluye escalas en la columna vertebral de Manhattan: Times Square, Herald Square, Flatiron Building, Union y Washington Square. Luego hay que pedalear hasta el Puente de Brooklyn, para fotografiarse y tomar un descanso. Los guías son ciclistas avezados, y saben mucho de la ciudad. De regreso, rumbo al Uptown, hay paradas en Ground Zero y Battery Park, para rematar junto al Hudson, por el hermoso River Parkway, hasta la altura de la calle 51. Cuesta 65 dólares e incluye excelentes bicicletas y casco. Hay descuento contratando vía web. www.centralparkbiketour.com
(5) BLUE HILL
Es el restaurante al que el Presidente Barack Obama invitó a comer a la Primera Dama cuando fueron de paseo a Broadway, recién asumido el cargo. La revista New York lo definió como un "paraíso verde", por sus preparaciones con ingredientes cultivados por el chef y dueño, Dan Barber, en su granja de Great Barrington, Massachusetts, y en el Stone Barns Center for Food and Agriculture, a 45 minutos de NY. Está escondido en el West Village, tres escalones bajo el nivel de la calle, a la salida de Washington Square Park. También tiene vinos hechos con técnicas artesanales y amables con el ambiente. 75 Washington Place, entre Washington Square y la Sexta, y entre Waverly Place y la West 4th. www.bluehillfarm.com
(6) HOTEL CHELSEA
Corazón de la bohemia, el Chelsea fue el primer edificio de la ciudad nombrado patrimonio histórico. Fue levantado en 1883 en la calle que era centro del distrito teatral. Después los teatros se trasladaron y el Chelsea comenzó su larga y dorada decadencia, de la mano de su interminable lista de huéspedes famosos. Aquí compuso sus canciones Bob Dylan y Arthur C. Clarke escribió 2001: Odisea del espacio. Otros hicieron cosas menos admirables: el poeta Dylan Thomas murió intoxicado por alcohol, y Sid Vicious, de los Sex Pistols, habría asesinado a su novia. Vale la pena visitarlo, porque su pasado opulento aún es visible y porque siempre hay buena muestras de arte. Si se anima a quedarse, no es caro (para ser Nueva York, claro). 222 West 23rd Street, entre las avenidas Séptima y Octava.
(7) LIBRERÍA STRAND
Ok, es probable que ya la conozca, pero no por eso es menos nuestra favorita. Para varios en esta revista es, incluso, la mejor librería del mundo. Porque tiene 18 mil libros, porque los hay de todas épocas y continentes, porque uno puede encargar lo que no esté y un empleado muy amable llamará cuando el libro llegue. Porque la tienda es linda. Porque uno puede pasar el día entero allí y sentir que de verdad estuvo en Nueva York. La tienda principal está en Broadway y la 12. www.strandbooks.com
(8) VILLAGE VANGUARD
Escenario clásico donde han tocado leyendas del jazz como Miles Davis o Branford Marsalis. 178 7th Avenue South; www.villagevanguard.com
(9) MAGNOLIA BAKERY
En una ciudad llena de hitos para fanáticos de series de TV y películas, éste es uno de los rituales más simples -y sabrosos- de cumplir. Magnolia Bakery es una pastelería especialista en cupcakes, esponjosos quequitos cubiertos con una generosa cubierta de crema, que se hizo famosa luego de salir en Sex and the city. Es divertido ver a las chicas saliendo con su coqueta cajita de cartón blanco con uno o dos pastelitos. Más divertido es comerlos. 401 Bleecker Street. www.magnoliacupcakes.com
(10) PICNIC JUNTO AL PUENTE BROOKLYN
Cruzando el puente de Brooklyn está el Empire-Fulton Ferry State Park. Llegue ahí con las provisiones que compró en el almacén de Main esquina Water (sándwiches, jugos de naranja, ensaladas de fruta y también vino, champaña y vasos plásticos). Luego, elija una mesa o tírese sobre el pasto, como hacen los neoyorquinos que hasta toman sol en trajebaño mientras leen. La vista del río, el puente y Manhattan es inolvidable.
Anoche soñé con George Carlin
por Daniel Villalobos
Anoche soñé con George Carlin. Era de noche y estábamos dentro de un departamento interior al fondo de un patio oscuro. El tenía un suéter negro y se veía más viejo que nunca. Hablaba en inglés y yo le contestaba en español.

Le decía “Usted es George Carlin, ¿no tiene frío?” y él me decía que no, que temblaba por temblar. Había más gente en la casa, pero no recuerdo sus caras y a él le daban miedo. Me decía “No me dejes solo” y yo le decía que me tenía que ir. No sabía qué preguntarle. Era George Carlin y no decía nada gracioso. Los demás le hablaban, pero sólo me contestaba a mí. Me agarraba de la manga de la chaqueta como si fuera un mendigo pidiendo monedas. Hablaba sin levantar la vista. Lloraba como lloran los viejos.

De pronto yo reconocía el lugar: era el departamento interior donde vivió mi mejor amigo justo antes de salir de la universidad. Era Temuco. Era el sur. Qué está haciendo usted aquí, le decía, usted es George Carlin, qué hace acá.

No lo sé, me decía él, no reconozco nada. Creo que estoy en el infierno.

Santiago, 25 de septiembre, 2009.


Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos.
William Shakespeare




El viejo archivo


FRANCISCO MOUAT
Hubo un tiempo largo en mi vida en que me gustaba salir a cazar historias para después contarlas. La curiosidad era pan de cada día, y estaba allá afuera, entre la gente, en barrios y pueblos perdidos, en latitudes insospechadas. A donde iba llevaba el radar y lo ponía a funcionar, a ver qué captaba. Fueron años en que viajé: a Cerro Sombrero en la Patagonia, a la Plaza Roja de Moscú, al cementerio de Doñihue, a la costanera de Montevideo, a una casa de trova en Santiago de Cuba, al Mediterráneo, a Taltal, a la Quinta Normal, al estadio de Independiente en Avellaneda. Hasta hoy mantengo una bodega llena de carpetas que aún no me animo a revisar con detalle, una bodega donde hay cientos, miles de recortes, crónicas sueltas, fotocopias y revistas antiguas recordándome que tarde o temprano eso sería la base de un archivo ordenado de la a a la zeta.
Pero el viejo tema de la construcción del archivo fue cambiado por la urgente e impostergable costumbre de vivir, y ahora, veinte o treinta años después, no tengo ni la más remota idea si vuelva a revisar algún día esas carpetas. Tampoco sé si quiero hacerlo. ¿Con qué me puedo encontrar ahí? ¿Con el sueño de libros por escribir que nunca fueron ni serán? ¿No sería mejor tirarlas y tratar de escribir algo a partir de su ausencia?
Me inquieta darme cuenta de que no tengo la misma fuerza de mis años mozos para arrancar el motor, aun cuando no sé si se trata de una inquietud necesariamente molesta. Más bien, me percato de que muchas de esas aventuras soñadas ya no tengo deseos de vivirlas. Tal vez lo razonable sería reflexionar sobre aquellas otras inquietudes y hábitos que las vinieron a reemplazar. Y esto también me provoca desasosiego: a ratos no tengo deseos de vivir sino puertas adentro, recogido sobre unos libros que, quiero creer, me ayudan a vivir. ¿O todo esto no es más que un cuento para disfrazar que escapo del mundo, que le tengo un enorme miedo a la vida, como sospecho piensan aquellos que viven puertas afuera, enchufados a cuantas fuentes de corriente haya disponibles en el camino?
¿Qué sucede? ¿Estoy cansado, o mis nuevos hábitos han ido delineando a una nueva persona que se contenta quedándose quieta y bajando la vista para leer, como hice ayer, ensayos-escombros de Martín Cerda, las Autobiografías ajenas de Antonio Tabucchi y la novela Mi hermano de Jamaica Kincaid? Cerda reflexiona sobre la diferencia entre recuerdos y nostalgias, y define a la nostalgia como "una lejanía que duele". Qué preciso es a la hora de escribir. Cada vez que leo a Martín Cerda, experimento el placer de leer a un hombre lúcido dueño de una de las mejores cabezas de la literatura chilena. "Un hombre que escribe nunca está solo": la frase de Paul Valéry es citada por Tabucchi. Releer Autobiografías ajenas me permite volver a disfrutar el capítulo "Aparición de Pereira", en donde Tabucchi cuenta cómo llegó a su vida el personaje que protagonizó una de sus grandes novelas: "El señor Pereira me visitó por primera vez una noche de septiembre de 1992. En aquella época no se llamaba todavía Pereira, no poseía trazos
definidos. Era una presencia vaga, huidiza y difuminada, pero que deseaba ya ser protagonista de un libro". Jamaica Kincaid relata en Mi hermano cómo murió su hermano de sida en Antigua, pequeña isla de Barbados donde no había remedios para tratar la enfermedad. Y lo hace escribiendo con coraje y metiendo el dedo en la llaga de una familia fragmentada, donde el padre está muerto y la madre, que alguna vez fue ejemplar y admirable cuando sus hijos eran aún niños, después no supo qué hacer cuando ellos crecieron y dejó de ser físicamente indispensable. Jamaica Kincaid no sabe si aún la quiere o si realmente la odia.
"Nunca hay que saberlo todo, y en ciertas cosas es mejor evitar el lujo de detalles", escribe Tabucchi en Autobiografías ajenas. Seguiré su sabio consejo: dejaré que el tiempo responda a preguntas que ahora no sé cómo contestar. ¿Llegó la hora de jubilarse de contar historias, o es que estoy empezando un camino nuevo, un camino en el cual el viejo archivo ya no presta mayor utilidad? Preparo un libro que sé que tardaré años en concluir. Tengo reservada para su primera página una cita de Musil, de sus Ensayos y conferencias: "Recuerdo una frase de Goethe que desde hace años me conmueve particularmente: sólo se puede escribir de aquellas cuestiones de las que no se sepa demasiado".