Sunday, April 13, 2008

Borges en San Diego Alvaro Bisama


A la hora de almuerzo, busco en el centro un libro de Borges. Cualquiera. Ficciones, si es posible. Me he dejado en casa el primer tomo de sus obras completas por razones que no voy a detallar acá. Así que voy a la maldita calle San Diego donde hay treinta o cuarenta librerías (entre puestos de nuevos, usados y quioscos) y hago el estúpido preguntando por Ficciones. Obviamente, nadie lo tiene. Ningún local, del tipo que sea, tiene el condenado libro. A lo más, en un quiosco compro una edición horrible y presumiblemente pirata de El Aleph. Por supuesto, todo esto parece un argumento de un cuento de Borges (sobre alguien que busca un libro inencontrable y sobre cómo la paranoia de esa ausencia parece aumentar hasta consumirlo todo), pero lo mío es infinitamente menos literario, decididamente más pedestre. Borges no está, eso es todo. Nadie aquí tiene memoria de él, no interesa. El negocio de los libros no es el de la tradición, sino un negocio a secas. Posiblemente Neruda tampoco esté en Buenos Aires. Estas cosas siempre son simétricas. Pero me desvío: doy vueltas por San Diego y, ante la avalancha de ofertas, no me detengo en nada. Mientras avanzo veo a otros a mi lado: mujeres y hombres que llevan un papelito anotado con el título de un diccionario de inglés, un manual de historia, un texto de geometría para el colegio. Ellos también están perdidos acá. Esto es un laberinto o una farmacia. Por cierto, a mí me interesan esos papelitos. Se podría hacer un ready-made con ellos: una larga lista de esos libros anhelados en el trazo de aquellas caligrafías sintéticas que refieren autores, títulos, colores, indicaciones técnicas respecto al volumen. Me interesa la caligrafía. Hay en ellos mapas, anotaciones, cartografías privadas. Están escritos de oídas y los títulos a veces están cambiados. Alguien los dictó en una sala de clases y alguien los anotó de vuelta en lo primero que pilló, ahí en medio del desayuno o la hora de once. Esos papeles que son como recetas de un medicamento que se busca a la hora de almuerzo, mientras se le roba tiempo a la colación. Y ese medicamento no está, se agotó. Borges como una dipirona, como un suplemento alimenticio, como un ravotril, como una forma de la homeopatía. Así están escritos esos papelitos que las personas sacan de carteras o billeteras y que se desdoblan como si fueran origamis improvisados. Yo mismo tengo cara de llevar un papelito en el bolsillo de la chaqueta. Pero Borges no está en San Diego, en el lugar donde los libros se venden como en las farmacias del Doctor Simi. No se lee a Borges en el centro. O tal vez se agotó. O nadie quiere acordarse de él. Y yo no llevo papelito alguno, pero igual luzco perdido o zombie como el resto de los que buscan libros aquí. Y todos nos estrellamos con esas ausencias. A lo mejor, no me pasa sólo a mí: Borges está, tal vez, anotado en un papelito y la caligrafía que deletrea su nombre no sabe quién es, no sabe que es un chiste borgiano buscar un libro de Borges. Un chiste que habla de cómo la literatura se esfuma, desaparece, se convierte en un espejismo. Aquí Borges no es Borges. No es ninguna tradición literaria. En San Diego, Borges no es nadie. Es un canon alienígena, un trámite que se debe hacer a la rápida y atragantado con un completo en la garganta, una palabra más anotada al paso de la lista de compras de la vida diaria, una más de los deberes tediosos o fantásticos que nunca cumpliremos mañana.

Nadie aquí tiene memoria de Borges. El negocio de los libros no es el de la tradición, sino un negocio a secas. Posiblemente Neruda tampoco esté en Buenos Aires. Estas cosas siempre son simétricas.

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