Monday, April 21, 2008

La gorra de Fidel

FRANCISCO MOUAT

Recibo una carta de un lector del sur, de Osorno. Un profesor de matemáticas que ha vivido desde que tenía trece o catorce años con un recuerdo que no logra sacarse de la cabeza, de cuando era estudiante de octavo básico en la escuela básica número 73 de Rahue Alto, y que escribe simplemente para contarme esta imborrable historia de su infancia.

El lunes 10 de diciembre de 1973, tres meses después del golpe militar, su profesora de arte lo citó junto a un grupo de alumnos para reunirse después de almuerzo en la escuela. La idea, aprovechando las extraordinarias dotes de uno de los compañeros y de un pequeño ejército de ayudantes del que él formaba parte, era copiar unos murales de Gauguin. El lector recuerda que la profesora de arte había sido una ferviente simpatizante de la Unidad Popular en tiempos de Allende, y que se comportó como una calcetinera la vez que Fidel Castro vino a Chile y visitó Puerto Montt. Ese día, Fidel tiró al aire su quepis militar y la profesora, con mucha fortuna, lo capturó al vuelo y luego lo llevó a la escuela para exhibirlo como un trofeo, tal como las fans conquistan una prenda de su estrella de rock favorita o de un actor de Hollywood.

Aquel 10 de diciembre de 1973, la profesora de arte no llegó a la cita acordada, y los muchachos pensaron por un momento que pudo haberle pasado algo malo. Eran tiempos bravos, de desbande, persecución y soplonaje. La esperaron un rato prudente, y como no apareció, y como hacía calor, decidieron ir a bañarse todos al río en patota, a un sector llamado La Trinchera, en una zona peligrosa donde los ripieros sacan arena del río y se forman muchos hoyos. Después de bañarse, mientras lavaba su traje de baño en el río, Marcelo –así se llama el lector– vio y escuchó cómo tres de sus compañeros empezaban a ahogarse. Entre ellos, dos hermanos del mismo curso. Cuento corto: dos de los tres muchachos en problemas lograron salvarse, pero uno de los hermanos se hundió sin remedio en las aguas del río, y se ahogó.

Volvieron destrozados de La Trinchera, llorando, y pasaron a la escuela a contar la desgracia. Una de las profesoras presentes se hizo cargo de ir a avisarles a los padres del muchacho. Marcelo escuchó cuando le dieron la noticia a esa madre: "Escuché el grito más desgarrador de toda mi vida. La mamá decía: ¡Los dos vivos o ninguno, los dos vivos o ninguno! Jamás olvidé ese grito".

Nunca supo Marcelo por qué no llegó a la cita la profesora de arte. Días después reapareció ella en la escuela, y el tema no fue aclarado. El azar escribió en parte el destino de ese muchacho ahogado en el río, que Marcelo recuerda hoy con extraordinaria nitidez.

Conecto la narración del lector con un relato de la infancia de Paul Auster, de cuando tenía trece o catorce años y fue de excursión al bosque con compañeros de escuela. Los sorprendió de improviso ese día una impresionante tormenta de agua, rayos y truenos. Decidieron buscar un claro lejos de los árboles, y el que encontraron estaba cercado por alambre de púas. Hicieron una fila para pasar ordenadamente bajo la alambrada, y Paul Auster quedó justo detrás de un muchacho que se llamaba Ralph. Cuando le tocó el turno a Ralph de atravesar el cerco de alambre, cayó un rayo que lo fulminó. Paul Auster pensó que

Ralph se había desmayado, y lo arrastró un poco para que los demás pudieran seguir pasando. Pero Ralph no reaccionó, y sus labios se fueron poniendo morados, y sus manos más frías, y ya pronto todos comprendieron que Ralph estaba muerto. Si Paul Auster hubiera estado delante de Ralph en la fila, tal vez él hubiera sido el electrocutado. Nunca sabremos con certeza cuánto de azar cargamos en nuestras propias vidas. Sólo sabemos que el destino y el azar, muchas veces, transitan por el mismo camino.

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