Thursday, April 24, 2008

Revista de Libros de El Mercurio
1 de abril del 2007

LA COLUMNA DE RAFAEL GUMUCIO
LA NECESIDAD DE LOS DIOSES

Alessandro Baricco reescribió la Iliada pero quitando de ella a los dioses del Olimpo que abultaban innecesariamente, con sus apuestas y sus intrigas, la trama del poema. No he leído la obra de Baricco, un amigo mío me dice que es meritoria. Yo tiendo a desconfiar. En la Iliada los dioses no son personajes secundarios, o una obligación de la censura de su época, sino el centro mismo del poema. Aquiles, Agamenón, Héctor y Helena son ejemplos de la magnanimidad o crueldad de los dioses. La historia de los hombres se cuenta aquí para explicar a los dioses y no al revés. El poema es ante todo una obra religiosa, de una religión - la griega- que se expresaba en términos muy concretos y humanos, con dioses con rostro, cuerpo y pasiones humanas, con hombres con rostros, cuerpos y pasiones divinas. Parte del impacto que ejerce sobre nosotros el poema es justamente esta aura religiosa, esa idea del mundo en que tierra y cielo viven al mismo tiempo de pasiones parecidas.

No se puede gratuitamente quitar a los dioses de la literatura, porque la literatura nació justamente como una forma de expresar la divinidad, de explicarla, de darle sentido. Tablas de oro, resurrecciones, visitas al paraíso con la guía del ángel Gabriel, toda religión se basa en leyendas increíbles que el creyente, mediante complejos procedimientos narrativos, tiene que llegar a creer. Si la leyenda no fuese increíble, si los dioses no vivieran entre nubes, si los profetas no montaran carros de fuego, no sería necesaria la fe. La base de la religión es justamente esta fe en lo improbable, que es también la base de la literatura. El lector como el creyente puede saber que los carros de fuego no existen, y que Zeus no es el autor del rayo, pero sabe que en el contexto del relato eso es verdad, eso es así, eso es coherente y verdadero.

En la literatura, como en la religión, es la forma en que se cuenta la leyenda, y no las pruebas de factibilidad, lo que diferencia la verdad y las mentiras. Hay una sola forma, la que cada religión designa como sagrada, de contar las cosas. Es esa forma la que el fiel reconoce. El creyente, como el lector, se arrodilla ante una voz, ante un ser que es sólo una voz. Por eso los griegos decidieron que Homero era ciego, es decir, una persona que dependía sólo de su voz; por eso Moisés era - antes de que Dios le desligara la lengua- tartamudo, para que fuese la voz de Dios y sólo la de Dios la que hablara por la boca del profeta.

Cada tribu, pueblo o época les enseña a sus hijos una forma de contar el mundo que es la correcta, que es la verdadera, y la hace contrastar con otras formas de contar el mundo que son falsas, que no son creíbles. La serpiente emplumada o la zarza ardiente, la manzana de Adán o las pruebas de Hércules. Cuando siente que la leyenda muerta tiene algo vivo aún la llama literatura. No deja, sin embargo, de querer - y siento que quizás es eso lo que está haciendo Baricco con la Iliada- aplastar con los pies las cenizas aún ardientes de la fogata.

Cada religión o forma religiosa tiene, así, su género literario favorito. El panteísmo grecorromano, la epopeya y la tragedia; el cristianismo, el drama y la comedia; el Zen, el Haiku; el racionalismo, la historia; el positivismo, la sociología y la novela. La doble fe de hoy en los datos y en los sentimientos se expresa en el periodismo. La no-ficción es de nuevo una forma de convocar a los dioses, los dioses de los hechos, de las modas, los signos de los tiempos, y la de las lágrimas y la risa epidérmica.

Como todas las religiones, nuestra nueva fe en estos contradictorios dioses que son la estadística y la psicología se dedica a releer y deformar los relatos sagrados de las religiones pasadas. Para eso le basta releerlo en clave kitsch, sin dioses, sin religión, sin contexto, juzgando todo con un parámetro estético y sentimental. Así, las catedrales y sinagogas son convertidas hoy por hoy en museos, y las obras del Giotto o la Iliada son convertidas en arte. Pero, nos guste o no, La Catedral del Mar o Notre Dame no es un monumento nacional, ni un museo, es una iglesia. Su belleza no es independiente de su función. Su belleza nace justamente de la plenitud con que cumple - a su manera- esta misión.

La belleza nunca es gratuita, es fruto de un lugar y de un tiempo que hay que darse el trabajo de comprender. El lector de La catedral del mar, o el lector de una Iliada sin dioses, no quiere comprender el pasado, sino sentirlo, descubrir en él un escape al presente o una confirmación de sus teorías sobre él. Quiere corregir el tiempo, generalmente suavizando sus contornos, aligerando su peso, quitándoles fuego y furia a los elementos; y llenándolo de amor, de pasión, de risa y de llanto humanos, demasiado humanos.

Borges siempre se sorprendía y alegraba de que Los viajes de Gulliver, novela satírica y cruel de Swift, se haya convertido en un cuento infantil, y que El ingenioso caballero Don Quijote, parodia despiadada y descreída contra la literatura, se haya convertido en una gran tragedia romántica. No puedo yo dejar de detectar en esa metamorfosis el germen del kitsch, que desactiva la saña, las malas vibras, el odio y la crítica acerada de las dos obras. No puedo dejar de observar con desaliento que el tiempo no sólo modifica el sentido de esos dos libros sino que les regala uno más gentil, más apaciguado, más vivible, que los hace pasar de arma a objeto en una vitrina. Ése es el destino de una literatura sin dioses, objetos lindos en la estantería que se quiebran y olvidan cada cierto tiempo.

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