Sunday, January 06, 2008

La columna de Rafael Gumucio
Cosas que aprendí y leí el 2007
Tolstoi, Ibsen, Chejov, Simenon, Proust. ¿Qué tenían en común todos ellos? Ninguno se volcaba en ninguna loca fantasía futurista o medieval, ninguno de ellos escribía de otra cosa que del mundo que tenían al lado, tan al lado que a veces eran sus propias costillas, el fondo mismo de sus pulmones.


Comencé el año 2007 con la clara intención de convertirme en un novelista de verdad. Sentía que hasta ahora había sido poco menos que un cronista galante, siempre dispuesto a vender mi pluma al mejor postor. Tenía por primera vez un trabajo y una pareja estable, cumplía 37 años, la edad en que García Márquez se desvío del camino a Acapulco y empezó a escribir Cien años de soledad. Pensé escribir en serio para descubrir para mi sorpresa que el más serio de los autores, en el más serio de sus libros, Thomas Mann en La Montaña Mágica, intentaba sólo una gigantesca sátira, una comedia sin fin ni medidas que como buen chiste alemán se alargaba demasiado.

Pasé por alto esta advertencia e intenté Los Sonámbulos de Hermann Broch y terminé derrotado, a pesar del talento a veces asombroso de Broch, justamente por ese exceso de intención, de estructura, que en varios ensayos, que también leí con placer el año pasado, Milan Kundera defendía y vindicaba. Confundido, buscando un modelo al que asirme, intenté nuevamente Saul Bellow y sus ensayos, pero me di cuenta luego de que tanta inteligencia me estaba volviendo tonto. La novela que escribía se ampliaba y reducía, sin cesar, cada frase se me bifurcaba y difuminaba hasta perderse. Cuando escribía, una serie de voces, de consejos, de reacciones posibles, se me cruzaban por la mente aplastándome. Avanzaba dos palabras, y retrocedía mil. Vacilaba, y llenaba el vacío de acrobacias poéticas, de digresiones casi filosóficas.

El diablo me tentaba con puros argumentos angelicales, el amor a la dificultad, la lucha contra la moda, la vuelta al realismo, el deber de salir de mí mismo y contar Chile, mi generación, la anterior. Quería dejar de ser un egocéntrico, pero sin mi ego me encontraba sin centro flotando en el universo de las posibilidades, el infierno de lo probable que nadie prueba.

Viciosamente, empecé a escribir ya no para comprender, o disfrutar, sino para enfrentarme con esos fantasmas que me mordían, pero que me acompañaban, que me saboteaban, pero al menos se preocupaban por mí. La literatura, mi literatura, la opinión de mis amigos, de mi esposa, de mis hermanos, Bolaño, la moda intercultural, los siempre tan bien portados jóvenes escritores sudamericanos, los Moleskines literarios. Envidioso, afiebrado, sordo y ciego, pasé por alto el embarazo de mi mujer, el nacimiento de mi hija, preocupado al mismo tiempo de nutrir y abortar mi propio criatura, de dar vida y matar, de mostrarme y esconderme para no admitir ese miedo a publicar, a exponerse sin máscaras, del que tanto me había burlado en mis mayores de la generación justo anterior a la mía.

Incapaz de avanzar no me quedó otra que retroceder. Busqué entre mis papeles, entre mis libros, pero no encontré respuestas. Luego busqué en la biblioteca de mi abuela, por culpa de quien leí a Tolstoi, a Ibsen, a Chejov, a Simenon y a Proust. ¿Qué tenían en común todos ellos? Ninguno se volcaba en ninguna loca fantasía futurista o medieval, ninguno de ellos escribía de otra cosa que del mundo que tenían al lado, tan al lado que a veces eran sus propias costillas, el fondo mismo de sus pulmones. Proust iba más lejos y pensaba que sólo se podía escribir sobre su propio inconsciente. Quizás por eso al final mi abuela prefería las menos bien cocinadas memorias, la menos literaria de las cartas y despreciaba a la gente que novela profesionalmente y no entiende que un buen lector lee, un lector de verdad, justamente para evitarse la soberbia y la mentira de escribir.

Nació mi hija, aterrado por la pobreza posible volví a andar en micro. Todo un mundo que conocía, el de las calles de Santiago, el de mi propio tiempo sin apuros, sin escape, se me hizo patente. Recordé lo que sabía cuando empecé a escribir -cuando no conocía a los editores de Barcelona-: sólo yo puedo contar mi soledad en la multitud del paseo Ahumada. El verdadero trabajo literario no se mide en horas frente al computador, sino en ese enfrentamiento con esa parte de tu intimidad y la del país que es tan íntima que hasta tú desconoces, con ese temblor que seria más fácil pasar por alto, pero que cuentas, que con urgencia tienes que contar para separarlo de ti, para hacerlo objeto, mercancía, es decir olvido.

Luego vino Sciascia y Lampedusa escribiendo sobre Stendhal, y Chesterton escribiendo sobre Dickens, recordándome al pasar, como si fuese lo más natural del mundo, que un buen libro es Algo que se convierte en Alguien. Un objeto que respira como una persona, una persona que sólo es querible, soportable cuando no es consistente, cuando no sabe, cuando se contradice, cuando lo intenta y no cuando lo logra. Esa persona sé, ahora al comenzar 2008, es lo que tengo que intentar ser totalmente para escribirla después. Mi novela, ésta y las que vendrán tienen que respirar antes de hablar y hablar sólo para respirar.

El intento contrario, sé ahora, el escribir para ser, fue mi gran error del 2007.

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