Thursday, January 17, 2008

Souvenirs del 2004
Momentos presentes
13 de enero de 2005
Juan Pablo Vilches
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Souvenirs del 2004

Las experiencias típicas que se critican y evalúan al encontrarse con una cinta suelen ser el tiempo inmediatamente posterior al acontecimiento en su globalidad, así como el futuro relativamente lejano en el que paulatinamente la cinta se va colocando en algún lugar de la pirámide de la tradición fílmica. Un recuento de fin de año es un ejercicio intermedio, en el que olvidamos gran parte de la experiencia inicial y nada sabemos del lugar que a la cinta le corresponderá en la historia. Sólo tenemos algunos indicios, algunos momentos, y sobre ellos hablaremos aquí.

Sirva este fragmento de un cuento de Kafka como epígrafe: “[Él] tiene dos enemigos: el primero le amenaza por detrás, desde los orígenes. El segundo le cierra el camino hacia delante. Lucha con ambos. En realidad, el primero le apoya en su lucha contra el segundo, quiere impulsarle hacia delante, y de la misma manera el segundo le apoya en su lucha contra el primero, le empuja hacia atrás. Pero esto es solamente teórico. Porque aparte de los adversarios, también existe él, ¿y quién conoce sus intenciones? Siempre sueña en un momento de descuido –para ello hace falta una noche inimaginablemente oscura– pueda escabullirse del frente de batalla y ser elevado, por su experiencia de lucha, por encima de los combatientes, como árbitro”. [Tomado de Entre el pasado y el futuro de Hannah Arendt]

Hablar de momentos es sospechoso porque inmediatamente pensamos en facilismo y mistificación. Facilismo porque el momento, su percepción y comprensión, permite eludir el trabajoso proceso de estudio y análisis de un continuo complejo y cambiante que se desarrolla en el tiempo. Quienes dicen captar el conjunto gracias a un momento, más que lucir una colosal capacidad intuitiva lo que hacen es exhibir una no menos colosal pereza intelectual disfrazada con desigual éxito de alguna otra cosa menos despreciable. Mistificación porque aquellos momentos particularmente significativos en una vida, una historia o un partido de fútbol, parecen cargados de “magia”, “fantasía” o alguna de esas tantas palabrejas con que se le otorga al mundo y a las cosas atributos sobrenaturales, cuando en realidad dichos momentos son lo que son porque están relacionados con otros momentos, porque en todos está el ojo y la mente de un ser humano captándolo. Hablamos de ojo y de mente, porque en esta ocasión nos referiremos a ciertos momentos cinematográficos del pasado 2004, no tanto a las mejores películas porque en buena medida están olvidadas y porque es demasiado pronto para saber el lugar que les corresponde en el canon.

Momentos hay muchos, momentos particulares son pocos y no nos referimos necesariamente a aquéllos que marcan el nudo de una historia que se convierte en otra ni nos referimos a los clímax. Hay momentos que, siguiendo el lenguaje de la mistificación y el facilismo, parecen “especiales”, como si en su brevedad hubiera una carga extraordinaria de sentido que parece abrumadora para un lapso tan breve. Es precisamente ese desborde de sentido el que invade el espacio de otros momentos, relegándolos a un olvido a veces injusto pero determinante en la relación que como espectadores terminamos estableciendo con una película. Vamos a un ejemplo. Estamos en Ararat, en el momento en que el pintor armenio Arschile Gorki está en pleno proceso de creación, pintando un cuadro que reproduce una foto de infancia que se sacó con su madre, justo antes del genocidio de 1915 del que sólo él se salvó. El estudio parece una pequeña Armenia, con cuadros y fotos por doquier, con música tradicional de su país de fondo. Al llegar a este instante como espectadores sabemos que Gorki ya no tiene familia ni tiene patria, sólo tiene un recuerdo cuya precisión y amplitud se van difuminando con el tiempo y que contra eso no puede luchar. Sabemos que hay mucho dolor en esa habitación y también sabemos que algunos años más tarde el artista se va a suicidar, por eso cuando Gorki baila al ritmo de una danza armenia el dolor de haber sobrevivido se multiplica por diez al recordar ese simple gesto que era posible antes de que los turcos iniciaran la matanza de Van. La foto del Gorki niño con su madre es a su vez otro momento privilegiado que se elevó del tiempo para sobrellevar y dar sentido a lo que pasó antes y lo que pasó después, el testimonio de los años felices barridos por una matanza que cobró un millón y medio de vidas, un testimonio que se está empezando a borrar. Hay tragedias tan inmensas, que el recordarlas es de por sí una tragedia y cuyo olvido es también una afrenta trágica que hace posible nuevas tragedias y peores (¿quién se acuerda de la matanza armenia?, preguntaba Hitler). La matanza armenia, como tantas otras, es una catástrofe humana condenada a reproducirse ya sea mediante el recuerdo o el olvido, y sólo desaparecerá cuando desaparezca la especie humana. Por eso ver a Gorki bailando en la agonía entre el recuerdo y el olvido es una aplanadora de sentido y dolor que no se puede olvidar.

Como dice el epígrafe de Kafka, podríamos atribuirle a estos momentos particulares, como el de la danza de Gorki, un peso especial debido a que en ellos más que en otros se libra una lucha con otros momentos pasados y futuros. Un instante particularmente cargado de sentido sería aquél que es empujado por los instantes pasados hacia adelante, hacia ciertas expectativas, mientras que es empujado por los instantes futuros hacia el origen, hacia un pasado oscuro e inexplicable del que sólo es un retazo. Estamos en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Joel, el protagonista, encuentra dentro de su mente a (la imagen de) su novia Clementine y decide rescatarla de un olvido por el que él mismo pagó. Llegan al último recuerdo que conserva, la casa donde se conocieron, una casa que ya vimos pero distinta y más oscura. Al poco tiempo llega el olvido y también la nada, la casa se destruye a pedazos y Clementine le pide Joel que haga algo para que todo tenga un final decente, algo que pueda vencer al olvido o al menos enfrentársele con dignidad. A estas alturas ya sabemos que el olvido efectivamente se produjo y también sabemos qué clase de relación tenían ambos. No es casual que el romance empezó en la vigilia en el mismo lugar donde terminó en el sueño, ni es casual que el llamado a resistir la caída de la casa haya sido premonitorio respecto de que la tragedia del olvido no es posible si se ha amado tanto, que el cuerpo recordará aquello que la mente quiere olvidar, incluso lo peor. Todo cobra sentido al evocar esa casa destruyéndose.

Ahora estamos en Good Bye Lenin. La secuencia de imágenes caseras de video que evocaban la infancia feliz de Alex y su familia vuelven a aparecer. Las vimos por primera vez al comienzo de la película, como parte de una introducción en que se nos da a entender que vamos a presenciar la historia de una familia. La separación de ésta y los engaños mutuos que se cubrieron de comedia por largo tramos de la historia son acompañados de una breve historia de la transición del comunismo al capitalismo en la ex RDA. Cuando aparecen por segunda vez, las imágenes caseras tienen un sentido nuevo dado por la relación carnal entre la historia de su familia y la historia de su país, y es en ese mismo momento que Alex dice que no puede separar el recuerdo de su madre muerta con el de su patria también muerta. En esa suma de sentido en que uno más uno son tres, el protagonista le promete al futuro conservar aquello que aprendió en el pasado, ese pasado fue lo que vimos en pantalla y cuya culminación es ese momento privilegiado en que comprende (o cree comprender) que el recuerdo de su madre y el de su país se acompañarán mutuamente y ambos lo acompañarán a él.

El pasado de un lado y el futuro por otro. La intensidad del recuerdo de la infancia feliz en Roma llega a su nivel máximo de expresión con el tango que bailan los padres del niño Joaquín, quien sabemos terminará como un viejo solitario y amargo que atesorará ese instante sólo para sufrir mientras mira pasar un río. Las niñas que corren en El arca rusa son la materialización de una quimera que empezó dos siglos antes, son la inocente belleza de las hadas occidentales que se instaló en Rusia mientras afuera bullía la revolución. Las hadas que corren son también de una fragilidad dolorosa, sabemos que una de ellas es la hija del zar Nicolás y que morirá fusilada junto a su padre y toda su familia en un lugar perdido cerca de los Urales. Cuando estamos en el cine, cada momento parece cargado de su pasado como si fuera empujado por éste. Cuando la película termina podemos aquilatar el peso que cada instante tiene en ella, pues conocemos un final que nos lleva hacia atrás, hacia el porqué. Tal vez aquellos momentos que se nos quedan con más insistencia son aquéllos que parecen tener un sentido mayor a la hora de verlos (por lo que son y por lo que prometen), y que lo conservan una vez que se prende la luz y los espectadores se ponen de pie; cuando recibida la presión del pasado y del futuro se elevan de esa línea para condensar con su intensidad a la experiencia en su conjunto.

En eso las palmas se las lleva una película chilena. No es Machuca. Un anciano campesino cuenta toda su vida en pocos minutos, su largo pasado y lo que él cree será su corto futuro los narra con precisión y modestia. Estamos en La mamá de mi abuela le contó a mi abuela, y el documental entero trata sobre la relación entre el pasado y el futuro. La iniciativa de Héctor Noguera para que el pueblo de Villa Alegre investigue su pasado, lo escriba y lo escenifique resulta en un nuevo hito en la historia del pueblo: se forma una compañía de teatro que desfila junto con los bomberos y los militares el 18 de septiembre porque también hace patria. Las cosas cambian pero a otro ritmo, mientras el tren pasa de largo por la estación del pueblo. La imagen de otro anciano, con su pelo revuelto por el viento y fijado por el polvo, junto a su caballo blanco es el emblema de lo que no cambia y es el cierre del documental. El anciano que mencionamos más arriba aparece justo en la mitad de la cinta, su breve autobiografía narrada es complementada con un plano fijo y después móvil del campo. Uno más uno son tres. La vida aparentemente simple y monótona de un hombre que pasó 60 años recorriendo páramos desolados se nos aparece en pocos segundos, los cientos de años en que miles de hombres han vivido la misma vida se nos aparece en esos segundos, así como la tensión respecto de lo que el porvenir les deparará a los habitantes presentes y futuros de Villa Alegre. La parsimoniosa voz de un hombre anciano y una toma lenta del campo de la zona central dicen todo sobre una parte de este país, una parte que todavía recuerda a sus héroes de la Guerra del Pacífico y que todavía le da un espacio respetuoso a la fe y a la magia.

Esta selección de escenas tiene el doble fin de rescatar algunos momentos memorables del año cinematográfico pasado y de explicar por qué son memorables sin recurrir a las palabrejas mistificadoras que mencioné más arriba. No creo haberlo logrado. Primero porque si bien evité esas palabrejas probablemente usé otras también mentirosas, aunque me gustaría pensar que un poco menos. Segundo porque el pasado y el futuro pueden referirse tanto a la historia como al argumento, o incluso al momento del espectador que ve el momento de la película y cuya coincidencia es la real fuente de los momentos presentes que siguen presentes. Esto puede complicar demasiado las cosas, ojalá las tenga más claras cuando escriba sobre los mejores momentos del 2005.

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