Monday, January 28, 2008

Secretos y confesiones


Por Francisco Mouat

¿Es legítimo que en nuestra vida traigamos a cuestas secretos guardados bajo siete llaves? ¿Por qué habría que ventilar todo lo que uno piensa o siente o ha hecho alguna vez en su vida? ¿Por qué los Estados del planeta se jactan de mantener en secreto un mundo de asuntos, y nosotros no podemos dejar en reserva un par de cuestiones estrictamente personales? ¿Cuál es el valor sagrado de eso que llamamos intimidad? El otro día hablábamos con un amigo sobre qué sucedería si durante un solo día de nuestras vidas estuviésemos forzados a expresar lo que pasa por nuestra mente, o si, peor aún, alguien o algo pudiera descifrar lo que sucede dentro de nuestra cabeza y nuestra imaginación con pelos y señales.

Sería horrible: no habría lógica alguna que resistiera con base firme, se haría añicos la imagen aparentemente ordenada que hayamos construido de nosotros mismos porque los seres humanos somos, como escribe Nicanor Parra, "un embutido de ángel y bestia". Los hombres necesitamos resguardarnos de nuestra propia precariedad, y aceptar como naturales las inevitables contradicciones que nos acompañan a donde vayamos. Nuestro andar no es unívoco.

Leo una columna de Javier Marías y no puedo estar más de acuerdo con él: el escritor español reclama apasionadamente a favor del secreto en nuestras vidas, y critica con acidez todos estos nuevos inventos destinados, por ejemplo, a que te puedan localizar en todo momento y saber dónde estás con la sola instalación de un chip en tu teléfono celular.

Si el teléfono celular se convierte a ratos en un objeto desesperadamente invasivo, imaginen esto otro. Una suerte de radar que controla tus pasos, que no te da tregua, que te hace sujeto y objeto de espionaje en todo momento y lugar. Fui inmensamente feliz durante algunos años sin celular, y no entraré en la discusión bizantina sobre los supuestos beneficios que ha significado este invento en la sociedad moderna, especialmente en el mundo de los medios de comunicación, del rescate de víctimas y vaya a saber uno de qué otra cantidad de cosas. A mí sólo lograron enchufarme uno de estos aparatos cuando un mediodía cualquiera de hace mucho tiempo, el jefe de la empresa en la que trabajaba quiso ubicarme a eso de la una de la tarde y justo ese día me había ido al cine a las doce a ver un par de documentales, para después comerme en silencio y con toda calma un chacarero en marraqueta crujiente acompañado de un schop helado. No veo nada malo en ir al cine a mediodía si eso no daña a nadie, y volver a las cuatro si las cosas se hacen con calma. Esto de la jornada continuada en oficios como el mío es simplemente intragable. Mi secretaria de entonces debió confesar esa vez que yo no tenía celular. El gran jefe reclamó, pero el asunto no pasó a mayores. Mantuve mi secreto, no había para qué revelarlo en esa circunstancia, y finalmente, hacia las cinco de la tarde pude comunicarme con él y recibí una indicación que, como es costumbre, no tenía mayor apuro en ser realizada.

Esa ansiedad que imponen los celulares, la sensación artificial de que todo debe resolverse cuanto antes, en forma prácticamente automática, sin dejar tiempo para el pensamiento, la reflexión, la duda, me parece una pesadilla de la vida moderna. ¡Hasta cuándo los ansiosos nos exigen respuestas instantáneas cuando algunos estamos preparados para sostener caminatas largas y no carreras de velocidad!

Al cabo de unas semanas del episodio del cine, un teléfono celular nuevo apareció misteriosamente en mi escritorio sin haberlo yo pedido. Volví a ir a ver películas al mediodía, la mejor hora para arrellanarse en las butacas y disfrutar de salas vacías, pero esa vez tuve la precaución de dejar el aparato olvidado en mi oficina.

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