Thursday, January 17, 2008

Souvenirs del 2005
Irse o quedarse
13 de enero de 2006
Juan Pablo Vilches
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Souvenirs del 2005


Cada vez es más relevante la decisión de irse o quedarse por la sencilla razón de que hay más razones para pensar en una partida y también hay más medios para emprenderla. Sin querer decir que todo el cine de este año versó sobre el tópico (y bueno, las notables El regreso, Vera Drake y Los rompebodas van por otro lado), este artículo nace de la sorpresa que me produjo el constatar que muchas de las mejores cintas del 2005 de una u otra forman enfrentan esta decisión, desde la perspectiva de los que se van y de los que se quedan.

Si el año pasado el recuento de quien escribe estuvo marcado por la importancia de los momentos y por la capacidad de algunos de ellos de concentrar sintéticamente en sí mismos el peso de su pasado y su futuro, en este 2005 las películas que ocuparán este recuento tendrán en común (aparte de su calidad, por cierto) la presencia de una idea o de un fantasma. La decisión existencial de irse o quedarse, de cambiar o de ser el mismo, de permanecer o desaparecer, será el hilo conductor del presente paseo por las mejores películas del año que acaba de terminar, será ese fantasma que amenaza con aparecer detrás de todos los rincones de la existencia, para bien y para mal. Esto es en parte gratuito, pero también se puede justificar porque hay un sólido sustento en el mundo actual, donde la transhumancia es cada vez más frecuente, las migraciones cada vez más multitudinarias y las crisis que las detonan no parecen amainar. Como pocos períodos antes de nuestra historia, el movimiento del mundo se debe en buena parte al movimiento de las personas que van de un lado a otro del globo, ya sea para trabajar, vivir mejor, escapar de la muerte o encontrarse con ella. Y como pocos períodos del largo devenir de la humanidad, esta tendencia ha coexistido con un aparato tan potente y atento para registrarlo como el cine.

Empezaremos cerca, al otro lado de los Andes, donde un joven judío argentino ha interiorizado la crisis paralizante de su país convirtiéndola en una conducta errática en lo afectivo y lo laboral. Hablamos de El abrazo partido. Ariel, el protagonista, habita en un Buenos Aires convertido en una confusión de la que quiere arrancar “disfrazándose” de polaco, pero con la convicción no confesada de que en Varsovia estaría igual de perdido que en el río de La Plata. Para colmo de males se entera de que volverá su padre, figura mítica objeto de su resentimiento por haberlo abandonado y también un jurado fantasma de sus propios fracasos y cuyas acciones parece condenado a repetir. Ariel actúa siempre pensando en que debe irse, se desvincula de todo para facilitar una partida que en el fondo no quiere emprender y tiene que conversar con su padre para entenderlo. La resolución de su historia familiar y de la relación con su padre tiene el muy concreto efecto de convencer a Ariel de que debe quedarse, no porque sea la elección correcta sino porque quería irse por las razones equivocadas.

Al otro lado del Río de la Plata, Jacobo Köller, un microempresario también judío y Marte, su fiel asistenta, bajan en un ascensor después de pasar unos días fingiendo que eran un matrimonio ante el hermano del primero que vive en Brasil, también miroempresario pero dinámico y exitoso. Ambos miran hacia delante y no se hablan porque se conocen demasiado. Estamos en el final de Whisky, cuando la farsa ha acabado y estos dos personajes quedan solos con su rutina magistralmente retratada por los realizadores al comienzo de la cinta. Hermanados por la modorra existencial, ambos personajes han creado un vínculo más real que el de Jacobo con su hermano que se fue. La decisión de quedarse y ver morir a su madre lo envejeció prematuramente y literalmente lo venció. Ya no hay salida para su vida y no parece tener ganas de que la haya. Por eso mismo decide entregarle a Marta una importante suma de dinero para compensar su fidelidad y abnegación. Vuelve la rutina y con las mismas tomas con que se mostró al comienzo, los realizadores explican simultáneamente que Marta se fue y por qué decidió hacerlo.

Ahora estamos al otro lado del Atlántico, en Hamburgo, donde un turco alemán está destruido por la muerte de su esposa y tras fracasar en suicidarse decentemente conoce a una joven turca que quiere casarse con él para salir de la tutela de su familia. Celebra su enamoramiento reventando dos vasos con sus manos y después bailando con sus brazos teñidos por la sangre. En Contra la pared de Fatih Akin, la joven va a Turquía a vivir una nueva vida, a encontrar algo así como una tierra prometida que ofrece todo lo que la tenebrosa Hamburgo parece negar: luz, calor y alegría. Cuando Cahit va a buscarla no sólo decide rehacer su vida de una vez, sino que va al reencuentro de algo de lo que renegó hasta olvidarlo por completo, algo que se podría traducir a su identidad como turco pero que en realidad es más, es mucho más. Las cortinas musicales que anunciaban los diversos actos de la cinta, así como la luminosidad del Estambul de En julio (estupenda road movie también de Akin), contrastan con la lóbrega Constantinopla invernal de Uzak. Mahmut, un fotógrafo culto y refinado recibe en su casa a Yusuf, un amigo de su pueblo natal que busca trabajo, pero con el que ya no tiene nada en común. La mutua incomodidad se acentúa cuando la estadía de este último empieza a prolongarse al tiempo que el anfitrión no acierta en ver a su esporádico huésped como un amigo en el cual sostenerse después del dolor de su separación. El triste cielo de Estambul funciona para coronar la soledad de Mahmut, quien se despide para siempre de su ex esposa que se va a EEUU con su nueva pareja para luego encontrarse que su departamento de nuevo está vacío. Más que una tierra prometida en la que los desarraigados turco alemanes encuentran lo que extrañan (aunque no sepan que lo extrañan), el Estambul de Nuri Bilge Ceylan –es realizador– ya manifiesta los síntomas occidentales de individualismo y disolución comunitaria, y por tanto la posibilidad cierta de quedarse y quedarse solo.

Al otro lado de Asia, en Hong Kong, un escritor de historias por entrega vuelve después de un largo periplo por distintos lugares del sudeste asiático. Su vida transhumante se debe a una feroz pérdida amorosa que vimos en otra película llamada Con ánimo de amar. Estamos en 2046 de Wong Kar-Wai, el recuento del daño sufrido por el Sr. Chow en la película anterior por el que desfila una gama de mujeres dañadas anteriormente algunas o víctimas del encanto nihilista de Chow. Todas viajan, aparecen y desaparecen buscando el amor o escapando del recuerdo de éste, al igual que Chow, quien no haya nada mejor que escribir una historia de ciencia ficción sobre un tren que lleva a las personas a encontrar sus recuerdos perdidos. El viaje de ida y regreso del protagonista en su ficción no es más que el deambular existencial de Chow y de todas las mujeres con que se encuentra, en el umbral de la paralización afectiva y prisioneros de los recuerdos de los perdido, como si fuera el único lugar en el que pueden ser felices, hasta que en algún momento deciden empezar de nuevo y partir. Irse. La intimidad de las habitaciones, la soledad de los trenes, las paredes negras del palacio de Angkor y el árbol de los secretos pertenecen a distintas películas pero a la misma historia, y por lo mismo pertenecen a un mismo universo de historias que se desplazan y se cruzan con otras historias, para a su vez generar historias nuevas. Hasta se podría invertir la relación de personajes con historias, en las que los primeros sólo tienen valor como vehículos conductores de las historias, como cuerpos que se desplazan para chocar con otros cuerpos y otras historias. En ese sentido, la decisión de irse o quedarse puede ser tanto es una pulsión de la historia que habita un cuerpo como la decisión de un cuerpo que forja su historia.

Al otro lado del Pacífico, en algún lugar de la zona central de Chile, un campesino que “viniendo de ninguna parte” logra prosperar cuenta su historia a don Federico, terrateniente de abolengo y protagonista de la película. Estamos en Días de campo de Raúl Ruiz, el campesino cuenta su historia de idas y venidas como si fuera un laberinto que se crea y se recrea a cada instante, una historia larga y complicada que bien dicha en unos pocos minutos puede incluir a la historia de toda la humanidad. Como bien dice Christian Ramírez, esa escena interpretada por Ignacio Agüero es un eco deliberado de una escena similar del documental del mismo Agüero La mamá de mi abuela le contó a mi abuela, en la que un campesino de Villa Alegre cuenta su vida. Fue lejos lo mejor que vi en el 2004. En la cita de Ruiz, esta historia es también el lado oculto de la historia de Paulita (un prodigio actoral de Bélgica Castro), la ama de casa de don Federico que fantasea con su hijo ido no tanto por amor como por la mala conciencia de no haber sido una buena madre. El descubrimiento de esta verdad es la excusa para escribir la novela que sigue suspendida en el tiempo treinta años después, donde don Federico y otros chilenos muertos, añoran al Chile muerto en un purgatorio que parece un bar. Es la forma de decir que el país de los carabineros poetas, de la gente cantando y bailando cueca en los campos, y del campesino que cuenta su vida en el documental de Agüero, se está yendo para siempre. Y que Dios se apiade de lo que queda.

En los campos ennegrecidos por la noche en las zonas mineras de Francia se escucha otra voz. No es un campesino que cuenta su historia, sino un profesor parvulario que lee un poema. Estamos en Todo comienza hoy, de Bertrand Tavernier, la verdadera razón de todo este recuento. El profesor se llama Daniel y desde su trabajo ve en primera fila el desmoronamiento de la comunidad de mineros desde el cierre de las minas de carbón. Cesantía, drogadicción, pauperización cultural, niños con nombres de estrellas de Hollywood es el panorama contra el que tiene que, literalmente, batallar este profesor y el equipo que dirige en la guardería de su pueblo. A esta catástrofe social se suman el vandalismo ocasional y la desidia de casi todo el aparato estatal francés, episodios contados con métodos y recursos neorrealistas, e incluso sacados del documental, como la explicación que hace una profesora sobre las consecuencias que el cierre de las minas tuvo en la destrucción familiar y moral del pueblo, destrucción que se ve en las caras y en las actitudes de los niños. Todo está contado desde y para la desmoralización, y eso para que apreciemos el valor de los pequeños triunfos de estos profesores y su admirable vocación, y también para que entendamos los versos del poema de Daniel: la vida es lucha y lucha por permanecer, por quedarse en el mundo pese a que pareciera que todo está aliado para destruirnos. Desde hace miles de años que los pobres deben luchar para vivir y para no dejarse matar por quienes no los necesitan, por eso es que la decisión entre irse y quedarse toma acá otra significación, se convierte en la declaración del derecho a existir por parte de una comunidad que está siendo cotidianamente exterminada, se convierte en una voz que seguirá recitando sobre las tierras oscurecidas donde todo lo demás parece morir. Sin duda, esto y la estatua de Buda al final de Primavera, verano, otoño... fue lo mejor que vi en un cine durante el 2005.

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