Monday, January 28, 2008

Domingo 27 de enero de 2008

Segundo libro de cuentos Humor judío neoyorquino
Woody Allen: reír o no reír, he ahí el dilema

En "Pura anarquía", su nueva colección de relatos, Woody Allen insiste en esa vocación satírica y autosatírica que él mismo convirtió en una tradición, la del humor judío y específicamente neoyorquino. Es un talante "autodegradatorio" que suscita la complicidad automática de la audiencia, aunque no siempre resulta.

Jaime Collyer

¿Dónde radica lo gracioso, cuáles son las claves últimas del humor? Es una pregunta tan antigua como la irrupción del fenómeno humano, visto que únicamente el ser humano se ríe, las demás especies no, hasta donde es sabido. "El humor es ante todo un rictus", señala con acierto la Wikipedia, "que aparece en los labios de los primates y se muestra cuando éstos se enfrentan a situaciones para ellos absurdas o incomprensibles". Variados procedimientos suscitan en las artes y el teatro, en el cine y la literatura, el efecto purificador de la risa. Los niños disfrutan con la repetición y el pastelazo en la cara, el "gag" al estilo clásico. Los adultos igual, pero su reacción queda influida por sus juicios y prejuicios, así que no siempre les resulta gracioso. Chaplin lo resumía con un ejemplo decidor: si una bola de helado cae por el escote de una señora emperifollada y de alcurnia, es gracioso; si eso mismo le ocurre a su criada, es triste. Otra opción es la parodia, que nos brinda una suerte de caricatura de lo que somos y opera como un espejo deformante de nuestros avatares más solemnes. Por eso nos reímos de los monos en el zoológico (porque se nos parecen), pero un papagayo nos deja fríos (a menos que hable y recite, por ejemplo, a Neruda). En todos los casos, reímos, al parecer, de lo que nos inquieta o lo que no entendemos del todo. Reímos, en cierta medida, para no llorar.

Algo de esto hay en la vastísima filmografía de Woody Allen y también en sus cuentos, reunidos antes en Cuentos sin plumas y en esta última entrega, Pura anarquía, cuyo título ampuloso sugiere desde ya algunos yerros que no se advertían en las entregas previas. Allen practica de forma sistemática eso que en la tradición del humor judío y específicamente neoyorquino se conoce como un talante self-deprecating, vale decir, "autodegradatorio". Vale decir, la ironía dirigida contra sí mismo, lo que suscita la complicidad automática de la audiencia. A fin de cuentas, todos somos, en uno u otro momento de nuestras vidas, más o menos risibles. No en vano, la voz cantante de sus historias queda habitualmente a cargo del propio Allen, no muy dotado físicamente y sumido desde siempre en su propia neurosis, eso que ha conferido un sello palpable a su obra multiforme.

La parodia como estilo

Aparte del elemento autosatírico, hay otros mecanismos en juego. La parodia adopta, en su caso particular, un sello intelectualizante. Aunque autodidacta y sin formación académica, el cineasta es un asiduo lector de Nietzsche o Wittgenstein, un manipulador confeso de Freud y sus hipótesis y un devoto explícito del cine de Bergman o Fellini, a quienes ha homenajeado abundantemente en sus historias. De esta absorción miscelánea del bagaje universal ha derivado su juego paródico, que pasa por desacralizar lo que es más venerado dentro de ese acervo clásico, y caricaturizar los lugares comunes de la intelectualidad contemporánea. Había claros ejemplos de ello en sus cuentos precedentes, como cierto relato glorioso en el que transformaba al desdichado Van Gogh en un odontólogo obsesionado con su labor ("Si los impresionistas hubieran sido dentistas"). El procedimiento, evidentemente original por entonces, no era tan complicado: siguiendo al pie de la letra las "Cartas a Theo" y asumiendo la voz del pintor, el autor acumulaba pequeños desvaríos en los que Van Gogh se exasperaba por la incomprensión del mundo ante sus experimentos con la boca de sus pacientes. El recurso se multiplicaba sin contención en esos cuentos iniciales, donde había desde una parodia a la experiencia del Che Guevara en su guerrilla ("Viva Vargas"), pasando por varios textos satíricos de la tradición judaica o psicoanalítica, hasta alguna recreación sarcástica del tono dostoievskiano en las "Memorias del subsuelo". El juego pasa por fundir escenarios culturales disímiles, por trasvasar un código lingüístico determinado a un contexto antitético con el original. Algo parecido a lo que hiciera Parra en sus Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, donde un predicador bíblico adopta las poses y aspavientos de un animador televisivo. El fruto de ello es obviamente divertido, suscita incluso la carcajada en nuestra lectura del híbrido resultante.

Cajón de sastre

No es, por desgracia, el caso de esta última entrega, aunque los procedimientos de Allen subsisten, transformados, si se quiere, en parodia de sí mismos, en una reiteración exasperante de su propio juego, que ahora nos resulta mañoso y usufructúa hasta la saciedad de sus viejas fórmulas. De nuevo hay esos referentes universales en los que Allen se complace (Nietzsche y Dostoievski, y desde luego Freud, parodiados en sendos relatos), de nuevo esa fauna neoyorquina que ha nutrido a la vez su cinematografía: los productores menores al estilo de un Danny Rose, los guionistas a sueldo vapuleados por mercachifles inescrupulosos, los detectives al estilo de la novela negra, los astrofísicos delirantes que explican su vida amorosa en función de los agujeros negros. Con tantos y tan variados especímenes, debiéramos morirnos de la risa, pero no ocurre. El volumen se lee con rapidez, pero no es la vertiginosidad que solía envolvernos en sus cuentos precedentes, sino esa ansiedad sutil por salir prontamente del paso, el anhelo -por lo demás frustrado- de toparse al final con alguna joyita de esas que el autor aún exhibe en su filmografía. ¿Por qué será? La traducción ayuda poco, eso es evidente, y el responsable la ha poblado de giros ibéricos de alcance apenas local ("el trullo" por la cárcel, "la pasma" por la policía) y vocablos del slang juvenil que habrán de perdurar a lo más un par de años en las tascas madrileñas o barcelonesas (como "el coleto" o "la cóclea", cuyo significado último no queda nunca muy claro). Pero no es un tema exclusivo de la traducción. El volumen en su totalidad, que reúne cuentos escritos desde hace una década, suena a una colección de retazos surgidos un poco irreflexivamente de los cajones de Allen, en una avidez narcisista de capitalizar su nombre, esa marca registrada que es hoy, con algo que sus seguidores de siempre habrán de perdonarle igual, como de hecho ha ocurrido con buena parte de la crítica ibérica.

¿Dónde radica hoy, entonces, lo gracioso? Pareciera que esta opción tan contemporánea de Allen, eso que hace un cuarto de siglo era cómico, ya no lo es. El baúl de las referencias cultas tergiversadas, la parodia inagotable del acervo enciclopédico universal se han fundido como recursos. Hoy resultan bastante más ácidos y graciosos algunos contemporáneos del propio Allen (Palahniuk, Foster Wallace) que, paradójicamente, no aspiran como primera opción a hacernos reír. No hay nada más excluyente de la comicidad que el gesto de buscarla compulsivamente: es, con seguridad, la forma segura de no suscitar la risa en nadie. El mejor humor escrito es, hoy por hoy, ese que, tras hacernos sonreír abundantemente con una historia (una historia en la que advertimos nuestras propias miserias al acecho), nos deja un resabio último de melancolía. Es el problema de esta nueva entrega de Allen: que sólo nos deja, al final, un vacío, y sin siquiera habernos reído mucho en la fase previa.

Pura anarquía

Woody Allen

Traducción Carlos Milla Soler, Tusquets, Barcelona, 2007, 187 páginas, Cuentos

El sentido de lo cómico


Puede que lo más rescatable de Woody Allen sea la actitud descreída que él mismo exhibe ante su obra, una suerte de indolencia bien conseguida ante la fama, que a veces suena a impostura y otras muy real. Desde esa imagen entrañable en que se lo vio tocando el clarinete en Nueva York, la misma noche en que le tocaba ir a recoger el Óscar por "Annie Hall", ha sabido contener sus rencores ante las críticas adversas a algunos de sus films y mantenerse saludablemente al margen de las polémicas suscitadas en su vida íntima, continuando sin cejar con su prolífica labor. Será por esa compulsión a "seguir produciendo" a la que aludía él mismo en la entrevista concedida hace unos años a The Paris Review: "Si adoptas una perspectiva cómica, casi todo lo que te sucede pasa por ese filtro. Es una forma de lidiar con el corto plazo, pero no tiene efectos a largo plazo y exige de una renovación constante, indefinida. Por eso el público habla de los cómicos como gente que está todo el tiempo 'conectada'. Es como tener que drenar todo el tiempo tu propia sensibilidad, para seguir siempre adelante y que te duela un poco menos".

Blog Archive