Monday, April 07, 2008

La flor de la edad

Por Francisco Mouat

Hay un personaje entrañablemente divertido en una de las novelas más graciosas de Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor: el boliviano Pedro Camacho. Autor de radioteatros floridos, solemnes y truculentos, Camacho tiene la costumbre de situar a los protagonistas de sus historias en lo que él llama la flor de la edad: los cincuenta años.

Nunca pude sacarme ese dato de la cabeza después de leer la novela. Todos sus personajes, absolutamente todos, estaban en la flor de la edad, la cincuentena, además de tener "frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante y rectitud y bondad en el espíritu".

¿Será cierta la afirmación de Camacho, de que los cincuenta años son la mejor edad de la vida? El asunto es particularmente ocioso, pero al menos sirve para reflexionar sobre el tiempo y sobre lo vivido. ¿Será que uno se acerca al medio siglo (¡medio siglo!) y empieza a ver con asombro que la mayoría de los demás son más jóvenes? ¿Será que el tiempo personal empieza a correr a velocidades extremas, y que de su paso comienza a quedar el sabor de lo inconcluso, de los caminos andados a medias, de las verdades relativas?

En un libro de conversaciones con el cronista Josep Pla, el catalán asegura que la mejor edad para él se sitúa entre los treinta y cinco y los cuarenta, y que sería igual para el hombre y la mujer: cuando ya se ha superado la vena romántica de la juventud, de la que sólo cosechamos, según Pla, grandes disgustos. Esto lo dijo cuando él tenía como 65 años, y confesaba aún ser casto. Hablaba con el peso de su propia experiencia, y afirmaba que no haber conocido hasta entonces el amor le permitía aún tener una idea positiva de él.

A uno le gustaría creer que el mejor momento de su vida todavía no llega, y que no será, ciertamente, cuando esté a un paso de estirar la pata, por mucha sabiduría que haya intentado acumular. Camacho puede que tenga razón, y si es así debería estar preparándome ya para sacarle lustre a la cincuentena.

Qué arbitrario es todo esto. Sí, ¿pero qué vida tomada de una en una no es también sino un cúmulo de arbitrariedades y verdades a medias, sujetas al azar, a las oportunidades dadas o negadas, al misterio de lo incomprensible por la razón?

La época en que somos jóvenes, coincido con Pla, es reconocidamente complicada, no sólo por la furia romántica; hay un cierto consenso entre los que ya transitamos la juventud de que, al menos emocionalmente, síquicamente, se trata de un período tormentoso, potente en lo físico pero casi siempre errático y lleno de angustias.

En una novela de Philip Roth, El profesor del deseo, el narrador pregunta, a propósito de la relación entre el placer y el deber: "¿No llega un momento en el camino de la vida en que acatamos el deber, damos la bienvenida al deber, como antes se la dábamos al placer, a la pasión, a la aventura; un momento en que el deber es un placer, y el placer deja de ser un deber?".

Es brava la pregunta. Si seguimos la lógica del personaje creado por Roth, los cincuenta años, la flor de la edad de la que habla Camacho sería un tiempo sin mayor brillo, de decadencia física, donde se impondrían los grises de lo obligatorio, de lo prudente, de lo que debemos hacer para salvar nuestra propia imagen de sujetos adultos, supuestamente maduros. Es complicado rendirse a esta evidencia. La vida es, vuelve a decirnos Josep Pla, una cosa tremenda, una cosa absolutamente tremenda en la cual, al final, bien vale una dosis de escepticismo para estabilizar un poco las cosas y hacer que los años duren más. Nunca sabremos con certeza cuál fue nuestro mejor momento. Eso podrán sospecharlo los demás. El tiempo avanza ahora a una velocidad supersónica, y yo me hago eco de Pla: me dejo acompañar por una cuota de escepticismo, no demasiado, el suficiente para sonreírle con timidez a lo que viene, a todo lo que está por pasar y aún no sucede.

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