Monday, December 03, 2007

El color del talento
marzo de 1987
Héctor Soto
Artes y Letras, El Mercurio

El color del dinero
The color of money
1986
Dirección: Martin Scorsese
Guión: Richard Price

Elenco: Tom Cruise, Mary Elizabeth Mastrantonio, Paul Newman, Helen Shaver

Si es cierto, como lo escribió hace años un crítico francés, que las películas de Martin Scorsese tienen su contrapartida en el cine del propio realizador, entonces lo más probable es que Después de hora sea el reverso de Taxi Driver y El color del dinero la réplica a El rey de la comedia.

Puesto que en alguna zona al menos Taxi Driver era la guerra de un individuo mentalmente enfermo contra Nueva York, no es difícil ver en Después de hora, en la misma proporción, el desquite arbitrario y tardío de un barrio neoyorkino en contra de una tranquilo funcionario que opera equipos computacionales en una enorme corporación.

La conexión entre El color del dinero y El rey de la comedia podría progresar a través de las claves freudianas que estableció en esta última cinta el crítico Robin Wood, al interpretarla como metáfora de la destrucción y el asalto a la autoridad patriarcal. La obra era protagonizada por un individuo patético (Robert de Niro) obstinado en llegar a la televisión, que emulaba y admiraba al animador de un show (Jerry Lewis, en su primera actuación dramática) de alta sintonía con el claro propósito de aniquilarlo y sustituirlo, valiéndose hasta del secuestro.

La relación entre maestro y discípulo -o entre "padre" e "hijo"- vuelve a plantearse en el último largometraje de Scorsese, pero esta vez el relato no se ajusta al punto de vista de quien amenaza la autoridad patriarcal sino de quien se propone retenerla. El protagonista es Eddie Felson, un personaje de abolengos cinematográficos que en 1961 encarnó el mismo Paul Newman en El audaz, la memorable realización de Robert Rossen. Han pasado 25 años desde entonces -ahora Eddie anda por los 52- y el legendario virtuoso de las mesas de billar está transformado en agente de un oscuro negocio de licores. El filme de Scorsese comienza cuando descubre a un muchacho (Vincent, a cargo de Tom Cruise) con habilidades naturales para el billar, semejantes a las que él explotó en su juventud, y ve en su candor maleable y adolescente una fuente de lucro. Decide de inmediato apradrinarlo y asociarse para la comisión de los mismos fraudes que realizó en otra época: entrar a las salas de billar, ocultar su maestría en el juego, inducir a los jugadores incautos a cruzar elevadas apuestas y derrotarlos luego con facilidad y fuertes ganancias. La relación entre Eddie y Vincent deviene en una sociedad de timadores donde el muchacho coloca su carisma y su destreza y el instigador aporta la doble estretegia de corrupción del joven y la explotación del fraude.

Aunque el contubernio no está libre de las tensiones generadas por la dificultades de Vincent para dejarse ganar cuando debe, dado que ese trance lesiona su inmadura arrogancia, el negocio marcha extraordinariamente bien durante la primera parte de la cinta. Eddie dispone y Vincent, una vez limadas las asperezas, ejecuta. La fractura en la relación se produce no por desentendimiento entre ellos ni por rebeldía del discípulo sino a raíz de la humillación de Eddie ante otro timador que lo derrota con las mismas tretas en las cuales se creía un maestro. A partir de ese momento su autoridad se desploma, la sociedad se deshace y la película cambia de rumbo. Cada uno por su lado, Eddie entra en un período de confusiónen el curso del cual consigue recuperar su antiguo prestigio en las mesas de juego. Después volverá a encontrar a Vincent en una partida donde el muchacho no logra abatirlo sobre el tapete verde del billar, pero sí en el arte del engaño y, superado por su alumno en su propio terreno, debilitado en lo que creía más fuerte de sí, enfrentará un proceso de afirmación personal como jugador y como individuo dotado de conciencia moral que culminará en su retorno al billar, ahora sin fraudes, y con su propia redención espiritual.

Como de costumbre, el manejo que Scorsese impone a la dimansión moral del filme econoce cauces perturbadores. La emoción está manejada en términos tales que el espectador no puede menos que suscribir y adherir a la sombría pedagogía socrática con que Eddie pervierte a su discípulo en los mecanismos de la estafa. Cada éxito que obtienen, cada despojo que realizan, tiene asegurada la simpatía de los espectadores, en esa medida el realizador transforma a la platea en una legión de tramposos. Cuando Eddie es burlado por un tahúr más listo que él, la sensación de disgusto e incomodidad es tremenda y entonces el público es arrastradoal mismo sentimiento de indignidad en que cae el protagonista. Por supuesto la experiencia es desagradable: a nadie le gusta compartir el fracaso y el autodesprecio. El filme pierde la incondicionalidad emocional con que había avanzado hasta ese momento. El espectador está incómodo, disociado de un personaje que resultó más vulnerable de lo que hizo creer, y la narración todavía debe avanzar un buen tramo para que el público vuelva a hacerse parte no ya de los ardides de estafador del protagonista sino de la recuperación de una dignidad espiritual. Esa satisfacción en cualquier caso es muy breve. Apenas el espectador vuelve a identificarse con Eddie la cinta termina y Scorsese -sin concesiones, como siempre- priva a la audiencia conformista del "happy end".

Hermosa película. Hermosa como historia, como reflexión ética, como lección de continuidad de la obra de un realizador, como modelo de observación de ambientes y personajes, como ejercicio casi compulsivo, cardíaco, de maestría en inteligencia cinematográfica. Si no fuera porque su obra está profundamente asociada al concepto de redención -tal como El toro salvaje, este filme no deja dudas al respecto y el hecho es herencia seguramente de sus días en el seminario jesuita de Nueva York- se diría que la prosa fílmica de Scorsese, por la magnitud de sus arrebatos y la volputuosidad de su imaginación, no reconoce otra moral que el cine, tal como el en caso de Hitchcock. Curiosa similitud: artistas de sensibilidad católica ambos, comparten también una devoción por la forma y una suerte de malignidad análoga en la administración de la puesta en escena. En las películas de uno y otro, el gran cine, traducido a inclementes movimientos de cámara, a difíciles soluciones formales, a osados manejos de la compaginación y la banda de sonido, está invariablemente unido a una red de complicidades y guiños que transiten, en forma paralela, agudos comentarios sobre el oficio. hay una indudable tensión en el hecho de recluir a Newman en un personaje hierático y distante si se tiene en cuenta el perfil sincopado e intenso de su mito de actor. Es posible que también haya una cuota de ensañamiento sobre la figura de Tom Cruise, destituido aquí de su pedestal de actor de moda y encerrado en un notable personaje en el cual la torpeza y la fantochería venial coexisten con ese tipo de inocencia que no proviene de la virtud sino más bien de la barbarie. Su Vincent es quizás el gran hallazgo de la película y en él habitan las tradicionales debilidades de Scorsese por los personajes ambivalentes y complejos.

Martin Scorsese tiene 44 años, una estatura que apenas sobrepasa el metro sesenta, una filmografía que a estas alturas es gigantesca y un futuro superior, en términos de potecialidades, al que ningún otro cineasta en la actualidad pueda garantizar.

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