Monday, December 24, 2007

Matar a los ídolos y glorificar a los asesinos

Por Fran Benavente / La Nación
“El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford” se estrena el jueves

Había una vez en el viejo Oeste
El filme de Andrew Dominik explora una de las leyendas más recurrentes del Far West: la traición. La desaparición del héroe coincide con la proliferación de imágenes de James y su comercialización. Acá, un ensayo sobre mito y tragedia en el último filme de Brad Pitt.


Aunque se habla de deconstrucción del mito, no estamos ante la habitual y típica propuesta revisionista. El valor de un filme reside, antes que en la certeza de sus proposiciones, en la adecuación de las preguntas que enuncia. La interrogación que recorre la película de Andrew Dominik se revela pronto. La formula desde el inicio: Jesse James (Brad Pitt) pregunta a Robert Ford (Casey Affleck), su joven admirador y posterior asesino, "¿Quieres ser como yo o quieres ser yo?".

La cuestión resuena en el relato y enmarca, ante todo, nociones aparentemente insoslayables a la hora de abordar el western en la contemporaneidad: las dinámicas de transmisión, la herencia, la filiación y, al hilo de éstas, los procesos de identificación y las solicitaciones del espectador. Robert Ford busca la compañía de Jesse James, escruta en sus palabras y acciones, imita las poses. Es un espectador fascinado por un héroe que, sin embargo, no se acomoda a la imagen pública ("son todo mentiras", dice Jesse James de los relatos que sobre él ha leído Robert Ford), que en cierta manera desiste y que aparece por momentos como el espectro de una figura construida por la ficción. En todo caso, debe soportar la pesada carga de la leyenda.

DECONSTRUCCIÓN

El filme extrae lecciones de "Sin Perdón" (1992). En aquella película, otro joven, Schofield Kid, solicitaba el retorno de la figura legendaria del pistolero William Munny. No casualmente, el personaje padecía un problema de visión que traducía metafóricamente su incapacidad para apercibirse de la distancia que media entre el mito como fantasma y la presencia real, determinada por el tiempo, del héroe. Lo mismo ocurre en "El Asesinato...". Sólo que, en este caso, el director trabaja en el intersticio, cifra el matiz diferencial a través de la puesta en escena, en forma de dos regímenes de imagen: una imagen de concreción realista y otra de contornos difusos o visión imprecisa. Esta última corresponde a la evocación mítica y aparece ligada a la voz en off, o bien, se traduce en una figura recurrente: la mirada a través de un cristal que desdibuja los perfiles. Dialéctica en la imagen entre distancia aurática y presencia cotidiana.

Se ha hablado de deconstrucción del mito aunque es dudoso que estemos ante una típica película revisionista. La insistencia en la mirada, la presencia de un intermediario del espectador, es una marca reflexiva que, al menos desde "Raíces Profundas" (1952), determina una lógica de la nostalgia -una supervivencia sintomal- y acompaña a una cierta inadecuación del héroe atrapado en un dilema existencial trágico; una conciencia acusada de final.

"¿QUIERES SER YO?"

No es casual que la película arranque con el último golpe de la banda de los hermanos James. La secuencia, que ha sido concebida como danza espectral entre sombras y contraluces, es, precisamente, el principio de un final. El relato se centra, a partir de ese momento, en el último año de la vida de Jesse James. El cese de la acción, la detención del movimiento sin clausura, abre las brechas por las que se filtra el tiempo, dato trágico que se une a los presagios de muerte escanciados en la narración y determina el destino que acecha a los protagonistas. No hay complacencia en la lentitud, como se ha dicho, sino morosidad obligada por la profundización psicológica, dilatación necesaria en la exploración del dilema que dispone la pregunta central.

Cuando los caminos de Jesse James y Robert Ford se separan, la película se fractura, alterna entre personajes, ofrece espacio y tiempo a los miembros de la banda, excelentes secundarios.

El relato contempla una progresiva inundación de la lógica del delirio que conduce a la escena nuclear que da título al filme. Poco antes de su muerte, Jesse James regala a Robert Ford la pistola con la que le disparará. Jesse se entrega al destino. Ford, en cambio, se ve impelido por él.

El final de una época se concreta. El antiguo forajido, la leyenda, aparece ahora convertido en materia para la era de la reproductibilidad técnica. La desaparición del héroe coincide con la proliferación de imágenes y su comercialización; particularmente, con el auge de la fotografía. En esta nueva lógica, ¿quién ocupará el centro de la escena? He ahí la prolongación del dilema inicial.

Robert Ford deviene en actor de su propia historia, pero siempre desde una extraña disonancia. Pronto, empieza a experimentar sobre los escenarios una siniestra familiaridad con el pasado; a ocupar su lugar real como traidor. Perseguido por su propio personaje, encontrará la muerte en 1892. Sólo un año después, Frederick Jackson Turner pronunciará su famosa conferencia, depósito ideológico del western, sobre el sentido de la frontera en la historia americana. El bucle se cierra: las huellas del mito, disuelto entre imágenes, perduran en el movimiento de la historia apoyada en fantasmagorías para el consumo de las masas. El tema del traidor y del héroe retorna. Naturalmente, la pregunta persiste: "¿Quieres ser como yo o quieres ser yo?".



El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford

ASCANIO CAVALLO

De la veintena de westerns filmados en torno a la figura de Jesse James –el proscrito más admirado de la cultura norteamericana– los seis más destacados abordan a su asesino de diversa manera. En Jesse James (1939), Henry King fijó la doble imaginería del bandido noble, que se rebela contra los abusos de los nordistas, y del "cobarde Bob Ford", el tembloroso y torvo sujeto que lo mata por la espalda mientras Jesse descuelga un letrero que dice "Hogar dulce hogar". Fritz Lang usó la misma escena, el mismo actor y la misma idea para su sombría La venganza de Frank James (1940), donde el atormentado hermano mayor ha de saldar cuentas con Ford.

Luego vinieron dos giros sustantivos. Primero, el debut de Samuel Fuller en el cine, Yo maté a Jesse James (1949), donde el bandido es un sujeto peligroso y Bob Ford no es un cobarde, sino un hombre que comete el peor error de su vida y desde entonces sólo espera su muerte. Y más tarde La leyenda de los malos (1957), donde Nicholas Ray, en perfecta coherencia con el resto de su obra, presenta a un Jesse James adolescente, violento y angustiado, más enojado con los adultos que con los nordistas, y a un Robert Ford que, de pura admiración, cumple el mismo destino que Sal Mineo con James Dean en Rebelde sin causa. El letrero que arregla Jesse James antes de morir es más irónico que el otro: "El trabajo duro conduce al éxito".

Las otras dos películas son reflexiones sobre el género. The great Northfield Minnesota raid (1971), de Philip Kaufman, retrata principalmente la alianza de las bandas de los James y los Younger para asaltar a un pueblo que los resiste. Y Cabalgata infernal (1980) vuelve sobre lo que siempre le interesó a Walter Hill: el mito en estado puro, simple y directo; aquí la violencia de los personajes se explica sólo porque se acostumbraron a ella durante la Guerra de Secesión.

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford es un esfuerzo mayúsculo de revisión de la leyenda. Así lo indican su costosa producción y un metraje nada comedido con la síntesis. Así lo sugiere su título, que usa de manera irónica el adjetivo de "cobarde". Más cerca de Ray que de las otras versiones, aquí Jesse James (Brad Pitt) es al mismo tiempo un héroe con matices románticos y un asesino despiadado; Frank (Sam Shepard), un hermano-padre; y Bob Ford (Casey Affleck), un discípulo confundido que (como en la versión de Hill) cree más en la inevitabilidad de la historia que en su ética personal.

El detalle principal no está tomado de las versiones anteriores, sino de otro western tortuoso, Pat Garrett y Billy the Kid (1973), de Sam Peckinpah, donde el bandolero advierte por un espejo que será asesinado, como si se tratase de un suicidio indirecto. Quizás la postmodernidad se trate de esto: espejos engañosos, héroes que no son tales, traidores que no se comprenden, leyendas desmanteladas, abundantes referencias culturales y, como dirían los italianos, molto chiaroscuro.

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