Sunday, December 23, 2007

COMELIBROS

Por qué me entristece Neil Gaiman


En los 90, amábamos a Neil Gaiman y nos gustaba The Sandman. The Sandman era a los cómics lo que Echo & The Bunnymen a los discos. O Love & Rockets. Sí, Love & Rockets: mal que mal la carátula de un disco solista de Daniel Ash se parecía sospechosamente a esa historieta escrita por Neil Gaiman y dibujada por gente tan disímil como Sam Kieth, Kelly Jones o Jill Thompson. Por supuesto, en esa época Sandman era la historieta industrial más sofisticada posible (aunque a años luz de Black hole de Burns o Maus de Spiegelman) o, mejor dicho, la que más les podía gustar a los amantes de la literatura.

Ya se sabe: uno de sus momentos más brillantes y premiados era aquel donde Shakespeare y su compañía interpretaban Sueño de una noche de verano ante un público compuesto por seres mágicos. No estaba mal. Teatro in yer face para hadas. Tristísima posmodernidad pop. Era brillante. Y a nosotros nos encantaba por cosas así. Mal que mal, había inventado a un atribulado héroe dark que predecía a todos los góticos de este siglo y el próximo; había puesto a Lucifer como el pianista de su propio cabaret mientras volaba por ahí una versión barriobajera del cuervo de Poe, en medio de un sinfín de intrigas melancólicas, el diablo se cansaba del infierno, los muertos que volvían a la vida y el apocalipsis que podía leerse como una tormenta que no amainaba nunca.

Así era Gaiman y por eso lo queríamos. Cuando The Sandman terminó nos entristecimos. Pero también sospechábamos de él: de sus pretensiones artísticas, de tanta cita bien puesta y de su deseo paulatino y medio solapado de acercarse a la literatura por medio de la historieta. Sus novelas posteriores lo confirmaron. Stardust está bien, pero sólo eso, un divertimento para que Charles Vess ensayara sus perfectas ilustraciones. Neverwhere es rápida pero todavía le queda el gustito a los guiones en los que se basó. Dioses americanos era genial, pero le sobran más de cien páginas. Y a Los hijos de Anansi el tono de comedia de cámara se le hace insuficiente.

¿Qué pasó? Algo se perdió en el camino. Gaiman, que era un periodista londinense fan de los cómics conceptuales de Alan Moore -el maestro que no ha superado jamás-, se volvió medio neoyorquino, medio norteamericano. Dejó de tener autocrítica. En sus primeros tiempos, en los 80, sus ideas eran tan originales como conmovedoras, al punto de que era capaz de transformar un pequeño cuento de fantasmas en una parábola sobre la vida política del gobierno de la Thatcher. El Gaiman actual -que le agradece a Tori Amos que le haya prestado su casa de verano en Irlanda para escribir- se vendió a Marvel para escribir cómics más o menos cultos que homenajeaban a Jack Kirby (Los Eternos), al mismo tiempo que al teatro isabelino (1602). Para Marvel son sus proyectos estrellas, pero para nosotros, que nos hemos leído casi todo Gaiman, nos parecen voladores de luces, pálidos reflejos de algo que ya fue.

Porque Gaiman es el Paul Auster de los cómics, aquel autor en el que todos confiamos y que luego se convirtió en su propia caricatura. Gaiman escribe novelas y Auster dirige películas. Lo raro con Gaiman -lo mismo que con Auster- es que seguimos leyéndolo. Lectores acérrimos suyos, nos enfrentamos a sus historias con la esperanza de que en algún momento repunten y ese escritor afilado y perfecto y triste y original vuelva. No pasa mucho, la verdad. Apenas tenemos sombras: frases sueltas que subrayamos, escenas al azar, destellos de un talento perdido en el páramo de su propia complacencia.

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