Saturday, December 08, 2007

Jaime Moreno Fuentes

Por Francisco Mouat

No puedo sacármelo de la cabeza. Su cara es un fantasma que me persigue queriendo decir algo, no tengo demasiado claro qué cosa. Lo vi por última vez hace un par de semanas, en la recepción de El Mercurio, un día que fui de visita y nos saludamos cordialmente, como acostumbrábamos a hacer cuando yo trabajaba ahí todos los días, igual que él. No alcancé a saber en todos estos años casi nada de su vida, ni cómo se llamaba, y ahora que sé que está muerto me mira a los ojos.

El día en que murió, el sábado 24 de noviembre, llamaron a mi mujer, que trabaja en el diario, para contarle. "Murió un guardia del diario", dijo ella. "¿Quién?". "Jaime Moreno: uno joven, que casi siempre estaba en la entrada. Lo asaltaron cerca de su casa, en Pudahuel, cuando iba a tomar la micro".

La primera versión que llegó a oídos nuestros parecía película de terror: supuestamente lo habían asaltado, lo habían apuñalado y después lo habían empujado a la calle, donde un auto le había pasado por encima. La relación de hechos más tarde se haría menos cinematográfica, pero igualmente desoladora.

Lo asaltaron, sí. O quisieron hacerlo. Cerca de su casa, en Pudahuel, a las seis de la mañana de ese sábado, minutos después de que él saliera responsablemente rumbo al trabajo, donde entraba a las siete. Iba caminando, muy cerca del paradero siete y medio de la avenida Pajaritos, cuando lo amenazaron. No sé cuántos eran. Más de uno, seguro. Tampoco sé si fue con cuchillo, con pistola, o a punta de garabatos. Lo que sí sé es que fue en el trayecto de su casa a tomar la micro, y que Jaime Moreno, más que defenderse, arrancó. Y arrancando, medio desesperado, como se pone uno cuando te pillan desprevenido y te amenazan, atravesó corriendo la calle sin mirar y justo venía en ese momento un auto que lo embistió. ¿Qué le iban a quitar a Moreno? ¿La ropa, el reloj, algún anillo, un par de zapatos, una cajetilla de cigarrillos, la poca plata que seguro llevaba ese día? Moreno quedó tirado en el pavimento, medio muerto. Una ambulancia lo recogió un rato después y lo llevó a la Posta de Maipú. Intentaron estabilizarlo, pero su estado era demasiado grave: lesiones múltiples, decía el informe.

A las nueve y media de la mañana se lo llevaron de nuevo en ambulancia al Hospital del Trabajador. Como él iba hacia el diario, su caso calificaba como accidente laboral. No hubo modo de hacerlo revivir: entró a pabellón, pero venía demasiado roto: murió a la una y cinco de la tarde.

Su muerte no fue ni un accidente del trabajo ni un homicidio tipificado por la ley. Su muerte fue provocada por un intento de asalto que él resistió como haría cualquiera de nosotros: intentando zafar de la violencia a la que lo querían someter. Probablemente jamás sabremos quiénes lo quisieron asaltar, y si ellos saben que ese ciudadano al que intimidaron ahora está muerto por culpa de ellos mismos y del azar. Les debe importar un pepino, en verdad. Si estás dispuesto a forzar y empujar a la muerte al primero que se te cruza por delante, su derecho a vivir en paz es un asunto que no puede importarte menos. En estas ciudades monstruosas, como a ratos es también Santiago, buscamos refugios que nos protejan de la violencia que late en las calles. Pero a veces no tenemos defensa. Un auto y su conductor, que a esa hora de la mañana a lo mejor escuchaba noticias o una canción de Chayanne, terminaron escribiendo la escena más dramática. En el entierro estuvo su mujer, sus dos hijas adolescentes, no sé si su hijo más pequeño.

Una vida arrancada a la fuerza. Jaime Moreno era guardia del diario El Mercurio hacía más de diez años, no faltaba al trabajo, cumplía su jornada, y además estudiaba ingeniería en la universidad. De lo único que estoy seguro es de que su mujer no podrá olvidarlo.

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