Saturday, December 22, 2007

Mi viejo

Por Francisco Mouat

Hace tiempo que lo abrazo distinto: más intensamente, por un rato más prolongado cada vez. Quiero vivir con detalles impresos en la piel cada uno de nuestros encuentros. A veces me quedo mirándolo sin que él se dé cuenta: reparo en su nariz parecida a la mía en treinta años más, sus orejas grandes, los ojos detrás de los lentes, las manchas rojas en su piel, la tremenda delgadez que ha venido acompañándolo en sus últimos años, tal como fue al comienzo, cuando era un alfeñique de 50 kilos que ambicionaba seguir los cursos de tensión dinámica auspiciados por el musculoso Charles Atlas.

El otro día me regalaron una historia. Llegó por e–mail. La remitente, a la que llamaremos Marcela sin apellido, tenía una duda que no la dejaba tranquila. Su mamá le había preguntado, leyendo una de mis crónicas de esta revista, si yo sería hijo de Víctor Mouat, y si Víctor Mouat llegó a ser médico alguna vez. ¿Por qué quieres saber eso?, le dijo Marcela. Y ahí viene el cuento narrado en el e–mail. Hace sesenta años iba esta mujer, la mamá de Marcela, en el tren nocturno al sur. Sentado en el coche dormitorio, frente a ella, un muchacho de no más de dieciocho años, muy guapo según el recuerdo de esta mujer joven y buenamoza, que entonces tenía cuatro o cinco años más que él. Más o menos a la altura de Buin, el muchacho decide hablarle: "Yo la conozco a usted. Usted es pariente de Jaime Silva, el dramaturgo y director de teatro". "Sí", le contesta ella, sorprendida y contenta de que aquel compañero de viaje le hablara. Cuento corto: conversaron toda la noche. Víctor Mouat, que así se llamaba el muchacho, le contó que su sueño era algún día ser médico, que había confirmado su vocación después de leer un libro llamado Cuerpo y alma, libro muy malo según la mamá de Marcela, pero al parecer inspirador.

La dama del tren se bajó en Temuco. Iba justamente al campo de su primo Jaime Silva. Víctor siguió viaje a Valdivia. Nunca volvieron a verse ni supo ella nada más de este muchacho "encantador y guapo como ninguno", dueño de un extraordinario sentido del humor, según su recuerdo.

"¿Este niño Mouat que escribe será hijo suyo?", le preguntó el otro día a su hija Marcela, y entonces Marcela me envió el e–mail contándome la historia de aquel viaje al sur en tren y preguntándome si Víctor Mouat era mi padre, y si cumplió su sueño de ser médico.

Le contesté de inmediato: sí, es mi padre, se llama Víctor y ejerce como médico hasta hoy. Traumatólogo, de los mejores. Médico de la vieja guardia que supo dejar huella en las nuevas generaciones.

¿Recordará mi papá la escena del tren? ¿Conservará en su memoria el rostro bello de esa mujer que lo acompañó en el coche dormitorio? ¿Conservará un ejemplar del libro Cuerpo y alma? ¿Habrá fantaseado ese verano en Valdivia con la mujer guapa a la que le contó en una noche la mitad de su vida? ¿Cómo hizo para abordarla si siempre nos dijo que era tímido, o fue el milagro de haber conocido a su primo Jaime Silva lo que lo animó a entrar en contacto con ella? ¿Y si ambos se hubieran bajado en Temuco? El azar los unió por unas horas y después los separó para siempre, como nos separa a cada momento de aquellas historias que dejamos de vivir porque el destino es implacable y no permite multiplicar tu vida en una y otra y otra más.

Aquella mujer se casó años más tarde con un hombre seis años menor que ella. Mi padre hizo su vida, cumplió parte de sus sueños, ha sido un privilegiado que no tiene de qué quejarse: encontró a una mujer guapa y joven, y no la soltó más. De esa historia de amor vinimos nosotros, y estas líneas que nunca se hubieran escrito si él, Víctor Mouat, se hubiese quedado en Argentina después de atravesar la cordillera a caballo, si él no hubiese entrado una vez a estudiar Medicina, si no hubiese quedado prendado para toda la vida con una mirada de ojos azules imposible de resistir.

Blog Archive