Tuesday, January 01, 2008

Telegramas

Por Francisco Mouat

Hay telegramas que conservarás toda tu vida. Una amiga, Andrea, perdió a su padre cuando ella tenía apenas tres años de edad. Muy poco alcanzó a saber de él. El día en que Andrea cumplió veintiuno, su mamá le regaló un telegrama. Lo tenía guardado desde hacía veinte años, desde el 3 de septiembre de 1971, cuando su hija Andrea cumplió su primer año de vida y recibió un telegrama desde Buenos Aires firmado por su papá. Decía, textual: "Primer cumpleaños. Desea muchos venideros y felices. Papá". El mensaje llegó a la oficina de Telégrafos del Estado de Providencia, y de ahí fue llevado en papel a un departamento de calle Pedro de Valdivia donde vivían esta madre y su pequeña hija de entonces sólo un año, mi amiga Andrea.

No fue el único regalo que recibió Andrea de manos de su mamá cuando cumplió veintiuno. Junto al telegrama, venía una hoja con membrete de los Astilleros Foram firmada por su padre, que él le entregó a la mamá de Andrea antes de morir. Una hoja de recuerdo para su hija con su firma de puño y letra en lapicera azul.

¿Cuántas veces en su vida ha leído Andrea este telegrama? No lo sé. Nunca se lo pregunté. Tal vez muy pocas. Pero el celo y cuidado con que lo guarda en una bolsa después de hacerlo público en un ejercicio de taller en que debíamos echar mano a un objeto que tuviese un especial valor para nosotros, me hace pensar que entre los fragmentos más importantes de su vida se cuentan estas palabras: "Primer cumpleaños. Desea muchos venideros y felices. Papá".

Tengo una tía lejana, Lucía, que cuando era chico me mandaba telegramas de Chillán el día de mi cumpleaños. Era su manera de hacerse presente, de que no la olvidara. Una vez me invitó a su casa a pasar unos días en verano, y no me dejaron viajar solo en tren porque era muy niño. Me indigné: quería ir a Chillán, dejarme querer por ella, una mujer de expresión cariñosa a la que le debo una visita ahora que su salud está frágil y quebradiza. No tengo excusas para no ir a verla, salvo la ingratitud.

No sé si mi hija Antonia guardará consigo el telegrama que le envié desde Italia cuando cumplió un año. Me gustaría pensar que sí, pero es probable que nadie haya cuidado de esa hoja de papel como sí hizo la mamá de Andrea, lúcida y celosa del valor de las palabras y de una firma remota.

En el mismo taller donde Andrea nos emocionó con el recuerdo de su primer cumpleaños, leímos también un pequeño relato de Patrick Suskind, de su libro Un combate, sobre el olvido literario y el valor de las palabras: "Ha vuelto a atacarme la vieja enfermedad, el olvido literario, y me invade una ola de resignación, por la futilidad de la ambición de conocimiento, y de toda ambición en general. ¿Para qué leer, para qué releer este libro, si sé que dentro de poco no me quedará de él ni la sombra de un recuerdo? ¿Para qué hacer algo, si todo se diluye en la nada? ¿Para qué vivir, si hay que morir?".

Pero luego el narrador de Suskind se consuela con palabras. Ya no le importa olvidar todo lo que sucede dentro de un libro, las peripecias, los personajes, la trama, las frases exactas con que el autor fijó el mundo narrado, porque detrás de esas palabras hay una nueva realidad, tan profunda como misteriosa: "No claudiques ante esa amnesia terrible. Nada con todas tus fuerzas contra la corriente del río del olvido. Quizá la lectura sea un acto impregnador que empapa la mente de un modo insensible, por osmosis, sin que uno se dé cuenta".

Quiero creer que esto es lo que sucede con todas nuestras lecturas importantes. Se borronean en el tiempo, pero permanecen con su esencia dentro nuestro, esperando el momento de saltar a la superficie. Es lo que sucede con ese telegrama de cumpleaños enviado desde Buenos Aires aquel día de septiembre de 1971, cuando mi amiga Andrea era una niña que aprendía a caminar y vivía sola con su madre. Palabras, palabras que te acompañarán a donde vayas.

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