Saturday, March 01, 2008

Recuerdos del verano

Por Francisco Mouat

Los domingos no me doy cuerda, escribió el protagonista de una de las novelas que leí en el verano. El hombre se preguntaba en voz alta cuántos centenares de domingos como ése, apacibles, tranquilos y solitarios, le quedaban por vivir. Escribo estas líneas un domingo temprano en la mañana, cuando buena parte de la ciudad duerme y los adjetivos de la novela resultan, al menos en apariencia, muy certeros.

Otra de las novelas que leí en el verano se llama Insomnio. "Todos cumplimos cadena perpetua en las mazmorras del yo", escribió su autor, Fernando Luis Chivite, un escritor al que descubrí de casualidad hojeando libros poco antes de salir de vacaciones. Anoté en mi libreta la filosofía de un amigo de Chivite llamado Enrique. Cuatro cosas: "No temer a los dioses, la muerte no es interesante porque no la vemos, se puede vivir con poco, y la infelicidad debilita".

Este verano llevé libreta de notas desde diciembre. La reviso ahora y me encuentro con un recuerdo que había ido olvidando poco a poco: la muerte –en algún sentido cercana– de Francisco Mouat Justiniano, amigo de la Presidenta Bachelet, socialista de toda la vida, que según la leyenda que me contaron unos primos suyos, alguna vez arrancó con gran decisión por los techos para evitar ser detenido después del golpe.

No todos los domingos son tranquilos: Francisco Mouat Justiniano se murió un domingo de diciembre en la madrugada, y esa mañana, cuando la noticia de su muerte se instaló en internet y se informó en algún noticiario radial por la cercanía suya con Bachelet, sin todavía demasiados detalles, hubo gente cercana a mí que pensó que yo me había muerto. Ya conté alguna vez las anécdotas que me sucedieron porque distinta gente me confundía con él: una novia despechada a la que yo había abandonado sin aviso en los años ochenta, el envío por carta de la fotografía de un supuesto hijo mío que vivía en Europa y crecía robusto y sano.

Esta vez volvió a suceder, pero la anécdota dejó de ser divertida, entre otras cosas porque el Pancho Mouat socialista al que me quedé con ganas de conocer personalmente no pudo más contra el cáncer y murió. A él también le decían Pancho. Era catorce años mayor que yo. Vivió el exilio en Alemania Oriental y según me cuentan, tenía un talento especial para todo lo que fuera logística.

Lo llamé el año pasado, cuando ya estaba enfermo, para que nos juntáramos a tomar café y a conversar. Me dijo que estaba complicado con las bombas de quimioterapia que tenía que meterse en el cuerpo, pero que en una o dos semanas más lo volviera a llamar para que nos reuniéramos, cuando él regresara a su trabajo en La Moneda.

Nunca lo llamé nuevamente. Fui un idiota. El tiempo empezó a pasar, y llegó aquel domingo de diciembre en que contesté el teléfono temprano en la mañana. Era una de mis cuñadas. Luego de varios segundos de silencio, me preguntó: "¿Eres tú, Pancho?". Había escuchado en la radio que se había muerto Francisco Mouat, y le bajó la pálida. Una amiga estaba preparándose para actuar en una fiesta de fin de año en su oficina, cuando apareció su madre y le dijo que yo me había muerto. Ella dice que lloró, que se fue a encerrar al baño y se puso a llorar a mares, que no entendía cómo había sucedido esto, que por qué no me había aprovechado más en la vida, cosas así. Me las dijo pocos días después, cuando ya se había enterado de que yo no era el Pancho Mouat que estaba muerto y al que velaban en la iglesia San Francisco, a donde llegó otra amiga pensando que se trataba de mi padre. A mí me costó reírme de la macabra coincidencia. Volví a retarme a mí mismo por dejado, por negligente, por no haber ido nunca a tomarme aquel bendito café con él. Sé que habríamos hecho buenas migas. Sé que tendría un recuerdo suyo más nítido. Creo que fue Dostoievski el que escribió una vez que no hay nada más hermoso que un recuerdo puro.

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