Thursday, March 20, 2008

El Comelibros
Paz

Por Álvaro Bisama

Leo Persépolis, de Marjane Satrapi, y Papá y Mamá, de Leo Marcazzolo, la misma semana. Los dos relatos hablan de lo mismo: de cómo una niña aprende a sobrevivir en un medio hostil, de cómo crece en medio de una familia que se desarma y un país que se deshace. Satrapi escribe de Irán y la Marcazzolo -que es como la llama Germán Marín en la contratapa- de La Reina.

Lo raro es que La Reina de Papá y Mamá es infinitamente más hostil que Irán. Mal que mal, Marjane, la niña de Persépolis, encontraba salida al desconcierto circundante en su imaginación hipertrofiada que podía recordar indistintamente a Quino o Chuck Jones. No sé si eso pase en Papá y Mamá, donde todo es un exorcismo sin vuelta sobre el entorno. Eso es lo perturbador, lo deslumbrante del libro: no hay filtros en la miseria de la narradora, que narra detalladamente cómo el matrimonio de sus padres se derrumba mientras ella crece.

La escena inicial es demoledora. Su madre camina por las calles de Lima con la cabeza gacha, porque el mito familiar -que hubiera puesto feliz a Donoso- sugiere que "si uno mira gente fea cuando está embarazada, después la guagua sale ciega". Así comienza Papá y Mamá, que es en cierto modo una teoría de la soledad, una historia secreta de la familia chilena y sus desajustes y traumas y secretos. Y en esto, Leo Marcazzolo escribe con gracia y velocidad y su mirada puede ser a la vez candorosa o cruel, demencial o tierna, inocente e intolerable. Como la vida, o como esa infancia donde aparecen -en medio de las señales de la catástrofe cotidiana- todas aquellas piezas oscuras que Lihn citó alguna vez: los lugares donde acontecen las extrañas ceremonias de la infancia.

Pero Papá y Mamá es también algo más: la contemplación de la demolición de un hombre, el padre de la narradora, que pasa de ser un revolucionario fracasado a un marido cesante que lanza las tapas de las ollas de pura frustración y que luego se pierde en Perú para enfermar y luego morir. Hay una suerte de imagen generacional ahí, una lectura tan política como íntima. En cierto modo, Papá y Mamá habla de los saldos de los 70 desde la mirada de sus hijos, de aquella generación perdida que no pudo con el peso de la noche y las luces del día. Que eso lo cuente una voz que odia su propio cuerpo mientras siente vergüenza de ellos, no es menor: "Las enfermedades lo perseguían como una nube negra invisible que auguraba la peor de las tormentas. Esta vez no era el pulmón, esta vez le habían descubierto una dolencia en el corazón (...) Lo veo hoy sentado en una esquina de mi cama hablando de la muerte (...) Hablaba como si estuviera muy lejos. Hablaba como si fuera un extraño. Era como si mi papá no fuera mi papá".

Todo lo anterior choca. Y conmueve. Siempre es difícil escribir de los libros de los amigos, pero es fácil hablar de una novela como Papá y Mamá. Basta decir que pocas veces he visto el riesgo y la ternura de una primera persona como ésta. Quizás, aquello radique en el avance de la crónica como terreno seguro a la novela como dimensión desconocida, amén de aquella obsesión por encarnarse en el trauma para comprenderlo, para desmenuzarlo. Está ahí su necesidad de decirlo todo, de avergonzar y avergonzarse, de convertir todos los pequeños detalles del espacio de un infierno íntimo y familiar en el vértigo de la propia memoria, en los reflejos del cuerpo, en la sanación y el perdón y la paz por medio de las palabras.

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