Wednesday, March 12, 2008

¿Querer ser escritor? Bah

Si expresaran sin ambages su gran deseo, muchos aprendices de escritor dirían: ¡qué ganas tengo de ser poeta, narrador, dramaturgo! Las ganas objetivas de escribir un buen texto sin duda existen, pero quedan como en un segundo plano frente a aquella prestigiosa adquisición subjetiva de estatus, a la cual el buen texto le es funcional.

Ignacio Valente en Revista de Libros Domingo 9 de marzo de 2008

Leo en un ensayo de Flannery O'Connor una observación penetrante: hoy, muchos aprendices de escritor no pretenden en primer lugar escribir bien; lo que quieren sobre todo es ser escritores. La diferencia es grande... y trágica (además de patética). El objeto propio de su afán no es el buen poema, la buena novela, el buen ensayo: no es la obra misma. Su objeto es el atributo personal, reflejo que desean para sí mismos: la condición de escritor, que quieren alcanzar -a través del texto escrito- como un rasgo distintivo de su personalidad.

Cito esta observación de la gran cuentista porque ella coincide con una larga experiencia mía, sobre todo -pero de ningún modo exclusivamente- entre escritores jóvenes. Si expresaran sin ambages su gran deseo, muchos de ellos dirían (pero jamás lo hacen): ¡qué ganas tengo de ser poeta, narrador, dramaturgo! Las ganas objetivas de escribir un buen texto sin duda existen, pero quedan como en un segundo plano frente a aquella prestigiosa adquisición subjetiva de estatus, a la cual el buen texto le es funcional. Como si un estudiante de medicina, más que interesarse por la salud o curación de los enfermos, ambicionara -a través de ella- alcanzar él la condición de médico: ser el Doctor N.N.

La diferencia entre querer una u otra cosa no es, por supuesto, tan simple, como rara vez lo son nuestros motivos. Por una razón de claridad he planteado la figura extrema. Cuando ésta se da, representa una seria inversión del orden natural de las cosas. El afán que domina al artista en ciernes -y luego más intensamente al artista consumado- es la formatividad. Tomo esta palabra del mejor libro de filosofía del arte que conozco: Estética. Teoria della formativitá, de Luigi Pareyson. Se trata de la capacidad, voluntad y pasión de dar forma a la vida en el lenguaje (verbal, sonoro, plástico, el que sea); o bien -lo que viene a ser lo mismo- de dar forma al lenguaje vivo. Es el ejercicio de la fuerza formante del espíritu; si se trata del escritor, la energía formativa de lenguaje. La formatividad no apunta a hacer formador al que forma -eso sería el mundo al revés-, sino que apunta a formar una materia, es decir, a la materia formada como su objeto propio: a la obra literaria en sí.

Quiero dar forma a la palabra, puede decir el verdadero escritor, así como el músico quiere dar forma al sonido, o a la piedra el escultor. Uno sabe bien cuándo esa fuerza despierta, al hilo de lo que vagamente se llama inspiración -idea, intuición, ocurrencia creadora-, así como uno experimenta cuándo esa casi manía declina (se sacia), y cuándo vuelve a surgir. El escritor la siente como siente hambre o sed. Él quiere dar forma a un poema, o a un ensayo, o a un aforismo, ¡o a un informe o un aviso económico del diario!; a un objeto hecho de palabras.

Me pregunto por qué razón puede alguien sustituir esa energía humana -esa voluntad de forma como objeto del querer- por el pobre sucedáneo de su refracción en el espejo del yo. La razón más obvia sería la ausencia de formatividad, es decir, de talento. Pero si éste existe, imagino que ese trueque -firmar más que formar- se debe sobre todo a una cuestión de prestigio personal: de vanidad, a fin de cuentas. Se supone que los demás valoran altamente la condición de escritor, y que el propio escritor (narcisista) la valora (y sobrevalora). Debe ser también por esa vanidad, en conjunción con las cursilerías del "realizarse", que personas ya no tan jóvenes, e incluso prestigiosas y mejor dotadas en otros ámbitos de la actividad humana, se empeñan en poetizar o en narrar -y desde luego en publicar- sin tener el talento suficiente. El lema de la vida académica, to publish or perish, puede ser verdad (y nunca tanto) en el rubro de la docencia e investigación, pero no en la vida humana a secas. Porque las letras visten, pero también desvisten al rey de la fábula. Ojalá que muchos de quienes tanto desean escribir desearan más bien leer. Así daríamos algún paso, por pequeño que fuera, hacia una cultura más conforme con el orden natural: la cultura de la sobriedad literaria y de la forma, no aquella de los espejos de Narciso.

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