Monday, March 03, 2008

Atia


Alvaro Bisama

La cara de Polly Walker, en los minutos finales de la miniserie televisiva "Roma", es capaz de remontar una tradición literaria completa. Polly Walker es Atia, la madre de Octavio, que se convertirá en el emperador Augusto. Atia es un monstruo complejo y contradictorio, y Walker la interpreta con una nitidez perversa. Elegante y desquiciada, no es raro que Walker, en la serie, haya hecho de todo: matado, torturado, mentido, envilecido a sus hijos, engendrado tiranos, conspirado contra cualquier cosa. Pero también en ese rostro -donde late el azar genial de una secundaria inglesa brillando entre los decorados de Cinecittá- hay algo más, algo que puede ser confundido con la entereza; una condición pétrea o monumental que está más allá de cualquier ingenio de la trama. Tal vez sea porque ella hace gala de un maquillaje fabricado con los escombros de la cultura latina. Ella misma es la ciudad de Roma, sacudida una y otra vez por los espasmos del deseo, del horror o de la violencia, al modo de un aviso de futuros incendios. Ojo, que todo lo anterior ha durado escasos segundos; el tiempo exacto en que la serie se ha convertido en la mejor novela histórica que he leído en un buen rato. Por supuesto, me recuerda a los dos tomos del Yo, Claudio de Robert Graves, que devoré cuando era adolescente. Ese melodrama sanguinolento poseía el vértigo de una violencia privada que podía ser una explicación plausible para los crímenes o glorias del Estado. Por cierto, esa idea, la de una conspiración interminable y extenuante, me vuelve a la cabeza cada cierto tiempo y me sirve para entender en términos romanos -sobre todo por la pompa- el ocaso de Fidel Castro o las entrañas de palacio que Edmundo Paz Soldán apenas maquilla de ficción en Palacio Quemado. Pero me desvío. Me interesa Graves y sus trampas: aquel narrador tartamudo, lento y contrahecho que escribe para expiar y espiar la Historia, para sobrevivirla porque sabe que la posteridad es algo tan frágil como estúpido; que sólo puede ser expuesta -desde su peculiar sorna inglesa- como un pastiche en technicolor o una fábula masoquista. Aún así, esa perversión, la literatura, puede salvarlo. Es un gesto que Graves toma de Suetonio, que enseña que para contar la historia de una nación hay que referir a las hagiografías de sus varones probos y a sus aberraciones. Aquel método es genial y carece -como todo buen arte- de cualquier clase de pudor. Así, en Vidas de los doce césares, Suetonio remonta genealogías, hurga en correspondencias privadas, se solaza tanto en los monumentos como en las escatologías. Su Roma luce tan viva como la de HBO. Para mi generación, que en algún momento vio cómo en un animé el Quijote peleaba contra Santa Claus, aquel detalle no es menor. Los mejores clásicos siempre tienen algo de blockbuster, presentan un pasado posible con desesperación y urgencia. Por supuesto, Graves es más confortable que Suetonio. Siglos de civilización occidental le han enseñado a ser caballeroso. Éste, por el contrario, es nítido al modo de la belleza convulsa de Polly Walker. No necesita explicar nada. Los hechos y los muertos están ahí, insondables, esperando ser narrados. Y para hacerlo se necesita el pathos, los modos del crimen, los puñales, la sombra y la conjura. Porque no hay héroes, apenas víctimas, sueños premonitorios, barrios incendiados y legiones perdidas. En el medio -o arriba de todo- de toda esa incertidumbre, Suetonio luce como un novelista que apenas sabe qué hacer con sus personajes. Un novelista inglés, tal vez, con una máxima narrativa plausible pero bestial que sirve para casi todo: "Hasta aquí he hablado de un príncipe; ahora hablaré de un monstruo".

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