Sunday, March 30, 2008

Domingo 30 de marzo de 2008

Lunes POR ALVARO BISAMA


Murió Hugo Correa. El primer aviso vino por mail. Baradit mandó la pregunta a modo de rumor, el lunes por la mañana. Yo estaba haciendo clases en Viña. Miré el correo electrónico y luego me olvidé. Estaba enseñando a Rubén Darío. Esa tarde, antes de volver a Santiago, me di una vuelta por las librerías de Viña. El aire estaba agradable. Pensé en comprar el libro de cuentos de Haruki Murakami, pero desistí, no sé por qué, quizás por una sensación que combinaba el deseo y el pánico. O por la idea de que si lo compraba, iba a estar metido ahí durante unos cuantos días. Porque Murakami tiraniza. Cuando lo lees, no puedes concentrarte en otra cosa. Quizás debí hacerlo. Había estado leyendo a Alberto Breccia y Ernesto Sabato durante una semana completa y necesitaba una desintoxicación urgente. Aún no me decidía cuando se me acercó un profesor de castellano y me invitó a ir a hablar a su colegio. El profesor hacía clases en el liceo donde yo había estudiado. Andaba con un alumno. Reconocí en su corbata -azul marino con rayas blancas cruzadas- la misma que yo había usado alguna vez. Rechacé amablemente la invitación por problemas de tiempo. Era la pura verdad. Luego ellos se fueron y yo salí de la librería. No compré nada. Llamé a Baradit por teléfono. Baradit había egresado del mismo colegio. Él salió antes, nunca nos vimos. No sé si eso tenga que ver con lo que escribimos. Le conté lo de la invitación y luego me confirmó lo de Hugo Correa. Después sabríamos que Correa no había muerto el lunes, sino el domingo. Baradit estaba escribiendo o iba a escribir un obituario para él. La semana anterior había fallecido Arthur C. Clarke. Baradit también había escrito un obituario. Hablamos de eso. De los obituarios. Luego nos despedimos. Yo caminé por Viña y me acordé que en el colegio -en ese mismo colegio donde me habían invitado a hablar con los estudiantes- yo había leído Los altísimos. Y ahí me di cuenta de que lo que recordaba del libro -o lo que más me importaba, mejor dicho- tenía que ver con esa Viña espectral donde había pasado buena parte de la adolescencia. Una Viña que ya no existe y que tiene que ver con el paisaje kitsch de un balneario congelado en el tiempo. El lugar de donde nunca pudo huir del todo María Luisa Bombal, lleno de mansiones y casonas que fueron demolidas para dar paso a edificios inteligentes y casas comerciales. Viña como un escenario dispuesto para la ciencia ficción barata de los decorados del Festival y los pasillos vacíos del interior del Hotel O'Higgins, de las mismas galerías -ahora llena de tiendas de importaciones chinas- donde tenía su librería Juan Luis Martínez. Esa clase de cosas recuerdo cuando pienso en Hugo Correa. Su utopía planetaria me devuelve al pasado nimio de la adolescencia. Su ciencia ficción dura me recuerda más que nada las imágenes de un Chile que se fue, la psicotronia y el campo de la arquitectura del turismo, la sensación -cuando llevaba Los altísimos en el bolso- de habitar un planeta desconocido. Correa escribió de un futuro posible, pero a mí, cada vez que lo releo, no hace más que recordarme los límites inquietantes de la provincia. No sé si eso sea bueno o malo. Esta semana, todo el mundo lo homenajea como un profeta cósmico de un futuro que nunca llegó. Está bien que así sea. Por mientras, yo me quedo con mi propio recuerdo, el de aquella novela espacial desplegada como contrapunto a aquella Viña imposible, insoportablemente frívola y pavorosamente fantástica.

Hugo Correa escribió de un futuro posible, pero a mí, cada vez que lo releo, no hace más que recordarme los límites inquietantes de la provincia. No sé si eso sea bueno o malo.

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