Tuesday, October 16, 2007

EL COMELIBROS
Pestes negras

Álvaro Bisama

Alguna vez le escuché decir a Themo Lobos que le había corregido al italiano Milo Manara el aspecto de cierta flora americana de Verano indio. La anécdota no es menor, revela la fidelidad documental con que el autor de Mampato enfrentaba su tarea. Lobos no sólo estaba preocupado por los problemas narrativos de su obra sino también de que su historieta luciera verosímil, llena de detalles coherentes.

El comentario me volvió a la cabeza el domingo pasado, cuando leí en este mismo cuerpo el artículo/confesión de Marta Blanco sobre su trabajo en la selección de textos del Maletín Literario. Ahí Blanco señalaba asustada: "Temo a los cómics como a la peste negra (...) El cómic me parece una reverencia inútil a lo conocido". Por supuesto no voy a comentar la sesgada y poco informada afirmación anterior sino más bien señalar que basta leer cualquier página de Astérix (donde el rigor histórico engendra toda parodia) o Tin Tin (donde el acto de narrar adquiere una maestría inusitada) o Mampato (donde la memoria pop es revisada una y otra vez para ser revertida) para darse cuenta de que se trata de obras cuya complejidad rebasa aquel adjetivo de "monitos" con que Blanco designa al género.

Pero eso no es todo. En el mismo texto, la escritora se manda otras opiniones igual de excéntricas. La más inquietante: "¿Qué hacen ahí (en la nómina y en esta primera etapa), entonces, Hijo de ladrón, Cien años de soledad, La casa de los espíritus, La reina Isabel cantaba rancheras, El hombre en busca de sentido?". Una afirmación que no es menor y que nos devuelve a aquella mirada paternalista algo decimonónica de lo literario, esa que aboga por una limpieza del habla y se escandaliza ante el desastre de la cultura chilena, al modo de un pequeño profesor Banderas que necesita salir de nuestro inconsciente de vez en cuando.

Pero Marta Blanco, en su sentido testimonio, olvida algo. Las obras maestras nunca son didácticas. Enseñan sin enseñar, se exhiben en una lengua (a veces real, veces falsa) que lleva a la nitidez o al despeñadero. De este modo, textos como Cien años de soledad o Hijo de ladrón son perfectos para este Maletín, porque ofrecen el habla desde su contradicción, superan cualquier lección moral, someten al lector -a cualquier lector- a un ejercicio donde debe remontar su propia precariedad para encontrarse en el texto de mil maneras distintas.

Andrea Palet señaló en este mismo medio la necesidad de que el Maletín Literario incluyera un atlas. En cierto sentido, las obras de García Márquez o Manuel Rojas lo son: mapas secretos del corazón americano, cartografías de nuestra vida íntima o pública, carreteras de países perdidos en la modernidad. De este modo, nada más relevante que esos libros estén en cualquier casa, al modo de un peligro latente o un vidrio quebrado en la playa.

Suponer que la gente no los va a entender es subestimar a sus eventuales lectores. Argumentar una posible dificultad ("Vamos a generar un problema cultural al entregarles -a los niños- libros que los obligarán a pedirles ayuda a sus padres", dice Blanco) es falaz. Los que hemos trabajado de profesores sabemos que el aprendizaje no es una conversión súbita y no tiene nada que ver con evangelizar. Quienes creen eso han visto demasiadas malas películas tipo La sociedad de los poetas muertos. Por el contrario, eso es suponer que los lectores son borregos. Leer no tiene que ver con fábulas ni moralejas ya procesadas, sino con verdades narradas con el habla de la realidad que, en nuestras mejores obras literarias (como Rojas, como en las aventuras más desquiciadas de Mampato), termina adquiriendo la densidad y el rigor del mito.

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