Roberto Bolaño hizo con su vida dos cosas: literatura y literatura. Primero porque escribió un puñado de obras notables, tremendas, que a poco andar se ubicaron tranquilamente en la primera línea de las letras hispanoamericanas. Y segundo porque, al menos durante cuarenta y tres años de los cincuenta que vivió, se jugó el pellejo desesperada y gozosamente, como sólo pueden hacerlo quienes viven para convertirse en el personaje de una ficción que se parece mucho a su propia vida. Por eso no es extraño que haya alimentado su literatura fundamentalmente de su memoria de trashumante y de poeta bohemio, y de la riqueza de un cruce identitario que, lejos de incomodarlo, fue la excusa y el grado cero de una imaginación exquisita.
De joven nunca estuvo disponible para calentar asientos frente al tedio del pizarrón, consumió libros con el apetito de una bestia lectora, y se obstinó tempranamente con la idea de convertirse en escritor. A como diera lugar. Y no la tuvo fácil. Que haya ejercido los oficios más vulgares, vivido a la intemperie y sufrido miserias, y que mientras tanto se empeñara en escribir, son noticias que citarán una y otra vez quienes vayan convirtiendo a Bolaño en una figura mítica. Y no sería extraño que así fuera. Ni condenable.
Urgido por las cuentas, no vaciló en enviar su trabajo a cuanto concurso literario de provincia encontró. En España ganó varios. A esos premios menores les tenía más cariño que a los de mayor importancia que también obtuvo: "cuando yo gané el Herralde, cuenta en una entrevista, no me hacía falta el dinero, y cuando gané el Rómulo Gallegos, tampoco. Pero cuando yo ganaba esos premios de provincia, cuando llegaba el cheque, era como agua bendita, era maná caído del cielo". La experiencia de sobrevivir ganando concursos literarios la dejó plasmada en un relato de su volumen Llamadas telefónicas, "Sensini". El cuento habla de muchas cosas, pero por sobre todo es un relato en torno a la fragilidad, a la condición de outsiders, y al riesgo asumido como estilo de vida de escritores como Roberto Bolaño. Se movía en ese límite, más allá estaba necesariamente el vacío.
Por circunstancias que no quiero ni me atrevo a entender, tardó demasiado en llegar el momento en que Bolaño pudiera publicar en un sello importante. O tal vez no. Quizá un juicio como ese es nada más producto de la imposibilidad de asumir su temprana muerte. La consecuencia de una rabia contenida que busca descargarse de algún modo. Y es que a partir de la publicación de La literatura nazi en América en 1996, fueron apenas siete años de una carrera contra el tiempo, de arremeter él entre nosotros con unos libros extraordinarios, y de entrar nosotros en ese juego desesperado por leerlo, de esperar año tras año un nuevo título. La muerte de Bolaño nos pilló con la adrenalina en lo más alto.
Chile fue un fantasma para Bolaño, un fantasma que supo aprovechar en su ficción. Dos de sus novelas, Estrella distante y Nocturno de Chile, y varios de sus cuentos, no son otra cosa que un retrato de lo peor de lo nuestro. Y es que la buena literatura se hace con eso, con las miserias, con las vergüenzas, con la basura escondida debajo de la alfombra. En este país son pocos los escritores que han comprendido eso, son pocos los que saben que no es necesario buscar el retrato universal de las miserias, porque todas las miserias son universales. Uno que lo ha sabido siempre es Lemebel, y es conocida la admiración que Bolaño sentía por él.
Nos hizo bien la lengua suelta de Bolaño. Qué cosa demostró sino otra de nuestras bajezas. En un país de vacas sagradas, de personas acostumbradas a callar, de escritores que prefieren hablar con finezas más que certezas, de críticos que escriben que tal o cual libro "no es tan malo" cuando en verdad les parece un bodrio –no se vaya a sentir, que no me vaya a responder con una mala palabra que mejor me entierro–, en este país digo, Bolaño arremetió con la soltura de quien no le debe nada a nadie, con el desenfado de quien no espera alabanzas ni invitaciones a cenar que lo comprometan. Claro que fue un provocador, pero no un peleador de esquina (la expresión la escuché de Roberto Brodsky), sino una lengua que de fondo era política, que buscaba incomodar y esperaba el debate. Convengamos que la envidia local no fue muy sana. Cuando parecía que ya rezábamos de memoria el cuento de la Nueva Narrativa, que nos habíamos acostumbrado al medio pelo de la ficción de postdictadura, apareció un tal Roberto Bolaño zampándose todos los galardones, y no me refiero al Municipal ni al premio del Consejo del Libro, que era lo mínimo que esta provincia llamada Chile podía hacer por reconocer su trabajo. Me refiero a premios de verdad, al Herralde y al Rómulo Gallegos. Pero ojo, no fueron los premios los que le abrieron –hace rato– las puertas de la Historia, esa con mayúsculas, ni la academia que duerme –también hace rato– en los laureles. Fue una clase exigente y crítica de lectores y que creció exponencialmente con cada obra suya publicada.
Soy optimista respecto al futuro de nuestra literatura, pero es un optimismo que supone un corte, un antes y un después de Bolaño. Porque Bolaño nos desbordó, y luego de ese desborde no podemos seguir siendo los mismos. Bolaño será nuestro Borges. Una bestia literaria que nos pesará por muchos años, que será asumida como tal no por los escritores que hoy están en plena faena, para quienes la vara es demasiado alta, sino por los más jóvenes, que hoy tienen veinte años, que lo están leyendo, y lo seguirán asediando como sólo se asedia la gran literatura.
Dije más arriba que no me parece condenable que empecemos a mitificar a Bolaño: ¿de qué otra cosa, en verdad, vivimos quienes vivimos de la literatura? ¿Qué nos conmueve sino un puñado de nombres y de obras que alineamos a nuestro antojo en un panteón libresco, como si se tratase de una teología estética? Y aunque a él le pese y se ría a carcajadas esté donde esté, nosotros, sus lectores, haremos de Bolaño una leyenda.
Tuesday, June 19, 2007
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