Thursday, June 21, 2007

Escrito en la cara Por Alejandro Zambra

Empieza en Córdoba, en 1964, y termina varias veces:Tras una larga historia de separaciones y reconciliaciones, Raúl y Clotilde han decidido, por fin, concretar el divorcio. Se reúnen con los abogados y con Jorge, uno de sus hijos; todo parece marchar bien, pero de pronto el padre va por un whisky y regresa con un vaso de ácido que arroja en la cara de su mujer. El hijo lleva a su madre al hospital y recibe casi con alivio la noticia de que su padre se ha pegado un tiro. Con poco más de veinte años, Jorge asume el cuidado de Clotilde; la acompaña durante los primeros meses y luego viaja con ella a Milán, para asistirla en el proceso de reconstitución de su cara.El primer final es sólo aparente: la madre y su hijo vuelven a Argentina, a recuperar, en parte, la vida. El doctor ha hecho un trabajo magnífico que, sin embargo, requerirá de constantes retoques. Clotilde da la impresión de reintegrarse, de renacer. Pero pocos años más tarde, en 1978, salta por la ventana del departamento donde su esposo la había agredido. Es el segundo final.El tercer final es el de El desierto y su semilla, el libro que Jorge escribe en ese mismo departamento y que publica en 1998. En la página 246 de la edición de Simurg dice: FIN. En la página 248, a manera de nota, el autor aclara que su nombre original era Jorge Baron Biza pero luego su madre exigió que rectificaran el acta de bautismo: "Mi nombre actual es Jorge Baron Sabattini. No sé si Jorge Baron Biza debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional, o un desafío".Jorge Baron Biza acepta el desafío de ese nombre, acepta ser el hijo de Raúl Baron Biza, el escandaloso escritor que en la novela -pues eso es, en definitiva, el libro: una novela- se llama Arón Gageac, mientras que Clotilde Sabattini es, en la ficción, Eligia. Jorge prefiere, en cambio, un nombre menos heroico o menos trágico: Mario. El narrador es Mario Gageac y la historia es la que ya conocemos. También conocemos, ahora, el cuarto final: en septiembre de 2001, tres años después de publicar la novela -recibida, en la Argentina, como una de las mejores obras de los años noventa-, Jorge Baron Biza se lanza al vacío.Contar esta historia es tan difícil como reconstruir un rostro: el escritor procura ser preciso, busca una distancia imposible, una distancia que no arruine la fidelidad a los hechos. ¿Y cuáles son los hechos? La historia familiar es suficientemente conocida; la vida de su padre es un mito cordobés que el hijo ni siquiera pretende rebatir. Quiere, desde luego, comprender; escribe para comprender, aunque sabe que no habrá revelaciones, que a lo sumo puede alumbrar un poco el pasado. La imagen inicial acompaña la lectura con persistencia: una cara destruida, una mirada sin párpados, suspendida en la semivigilia. Escribir es registrar, con precisión naturalista, ese rostro; recordar es buscar un lugar en la historia, aunque el único lugar disponible sea el de testigo, de incómodo observador: "Al quemarla, no había eliminado la carne que amaba, sino que la había sublimado por demolición, como ocurre con las ruinas románticas. Así como cualquier ojo reconstruye por instinto la geometría incompleta de un embaldosado, también reconstruía yo con los fragmentos minúsculos que pervivieron en su cara".Buena parte de El desierto y su semilla recrea el tiempo de Milán, que Mario pasa contemplando el delicado trabajo de los cirujanos, distrayendo a su madre con lecturas livianas, y bebiendo como loco en un bar vecino donde conoce a Dina, una puta con la que descubre no el amor sino cierto callado compañerismo. Una noche, hacia el final del tratamiento, Dina lo invita a cenar y Mario, por primera vez, la mira en plenitud: recién entonces le parece un cuerpo hermoso. La belleza, sin embargo, ahora es un problema; siente, de pronto, la incomodidad de ser, de nuevo, un testigo; siente, una vez más, el aura o el duelo de la intimidad: "Algo parecido debía esconderse detrás de todo compromiso de fidelidad: imágenes del otro que sólo nosotros presenciamos y que nos hacen testigos y depositarios de lo más valioso y frágil de esa persona, su existencia contingente, que necesita de nuestro testimonio para no desaparecer. Una obligación de vivir conservando los mejores momentos del ser que amamos".Según ha recordado el escritor Daniel Link, para Jorge Baron Biza era importante que su libro fuera valorado como novela y no como autobiografía. Para mí es una novela; una gran novela sobre la belleza, sobre la ausencia de belleza, sobre la maldad, sobre la insistente lejanía de un rostro que no sabemos leer.

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