Monday, June 04, 2007

Ciudad de Dios

Es el fin del mundo (Y me siento bien)
Ciudad de Dios

Jorge Letelier

Ciudad de Dios alcanzó los tres millones doscientos mil espectadores en Brasil, y suscitó un acalorado debate que llegó incluso a las elecciones presidenciales. Lula, el posterior ganador y actual presidente del país, la tomó como emblema de su lucha contra la pobreza y el narcotráfico, mientras que la crítica le achacó su oportunismo y sospechoso esteticismo en función de sus verdaderos alcances.
En el pasado festival de Mar del Plata, la cinta de Fernando Meirelles tuvo el honor de inagurar la muestra, y las opiniones nuevamente se dividieron radicalmente. Mientras que en Estados Unidos –país en que se estrenó con gran éxito-, la prensa quedó horrorizada cuando no fue incluida en la terna que postuló a la mejor película extranjera, lo que provocó una graciosa pataleta del director.
Todos estos antecedentes, cuan más, cuan menos, ilustran el octanaje de una cinta que está hecha para la polémica. No es fácil (más bien no se acostumbra) tomar una historia de perturbadora violencia, hacerla actuar por niños e imprimirle un tono relajado y juguetón como Quentin Tarantino. No es fácil impresionar al público mostrando la terrible marginación de los habitantes de una favela de Río de Janeiro, mientras que la puesta en escena parece un catálogo de las posibilidades expresivas del montaje, la composición de los planos, el uso de los colores y toda la pirotecnia posible que no se aprende ni en cuatro años de estudiar en una escuela de cine.
Pero Ciudad de Dios logra eso y mucho más. Porque traspasa con admirable fluidez la concepción del cine como espectáculo de masas a la vez que se levanta a pesar suyo (se supone) en un artefacto socio-político de insospechadas dimensiones. Todo ello empaquetado en un colorido envoltorio, mezcla de exotismo tercermundista y vanguardia formal, ideal para las audiencias que Miramax ha construido en torno al dudoso concepto de cine extranjero que gusta en Estados Unidos.
Pero vamos al filme. Ciudad de Dios está construida en torno a tres grandes relatos que se superponen desordenadamente, sin un hilo conductor claro, a pesar de que el narrador es uno: Buscapé (Alexandre Rodrigues), quien, curiosamente, no es el protagonista (más bien el observador que detona ciertas líneas dramáticas relevantes en el argumento). Buscapé es como el Ray Liotta de Buenos muchachos: un narrador-conciencia que describe este fresco social con la cercanía de quien ha visto el infierno, y la vez con la distancia que le da el hecho de ser el único que opta por escapar al destino inevitable de la violencia y el narcotráfico.
Gracias a esta estructura, conocemos a una decena de personajes que entran y salen del argumento; apasionantes microhistorias de pequeños ladronzuelos, vividores y aspirantes a delincuentes que viven y mueren entre la ebullición que emana de la favela, como un caos vital que los aprisiona en tanto su destino está marcado por las fronteras físicas y sociales del lugar.
Esto explica que en la marginación de que habla Ciudad de Dios no hay espacio para la mirada lastimera ni menos para la denuncia. Si algo tiene de discutible este filme, y que a la vez le otorga su inesperada y ambigüa grandeza, es la aparente "inconciencia'' con que se toma su tema; la violencia y la felicidad van de la mano como las armas empuñadas por los niños. Es un acto de naturalidad monstruosa que el director Meirelles no se digna en subjetivizar, en dotarlo de un sesgo que sería inevitable en otras manos. Y en ello radica su perturbadora, fascinante corporalidad.
Por ello es que Buscapé, el único con la lucidez para escapar de este sino de violencia, no parece tener la energía suficiente como para dirigir su vida, y Bene, quien decide alejarse del crimen y las drogas para irse a otro lugar con su pareja, muere en el camino. Con estas decisiones, el director parece decir que eros y tánatos, los impulsos contrapuestos que mueven la existencia, coexisten inevitablemente y sobre eso no hay nada más que decir, salvo el adornarlo de la forma más artificiosa, delirante y grandilocuente. Y si más allá de sus alcances, el filme cobra vida e invita a la reflexión, es porque su singular experiencia estética respira vida a raudales.
Cidade de Deus

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