Tuesday, June 19, 2007

El laberinto del fauno El sueño de la razón

“Esta es mi última transmisión desde el planeta de los monstruos”. Roberto Bolaño, Estrella Distante.

Ojo: Esta reseña discute aspectos esenciales del argumento incluyendo su final.
El año es 1944 y el lugar es una zona campestre del norte de España. La tímida Ofelia (Ivana Barquero) llega a vivir allí junto a su madre embarazada (Ariadna Gil), quien es la nueva esposa del oficial a cargo de "pacificar" el área, el capitán Vidal (Sergi López). Ofelia es una niña amante de los cuentos de hadas, mundos de fantasía que chocan violentamente con la realidad circundante, donde grupos de rebeldes están siendo exterminados sin piedad por los soldados de su padrastro. Pero tal vez los cuentos de hadas, con su lógica de buenos y malos y sus finales de castigos tajantes y felicidad total no estén tan alejados del universo franquista en desarrollo. Tal vez sea la realidad cotidiana la que ha empezado a parecerse a un cuento de hadas y la inmersión en fantasías personales sea para Ofelia el único camino para lidiar con ella.
Uno de los grandes aciertos de El laberinto del fauno, la nueva película de Guillermo del Toro, es mantener hasta el final la ambigüedad respecto a si las visiones fantásticas de su pequeña heroína son simples delirios o pertenecen a un mundo paralelo. Es verdad, la película se abre con un prólogo que nos cuenta la historia de una princesa fugada de un reino subterráneo, del cual "olvidó todo" por culpa de la luz del sol, pero esa podría ser la historia que Ofelia está leyendo camino a su nuevo hogar. El filme es en particular cuidadoso a la hora de distinguir lo que la niña ve de lo que pueden o no ver otros personajes -como sucede en la secuencia en que Vidal encuentra un singular amuleto bajo la cama de su esposa- pero la sugerencia de que lo suyo es pura imaginación es menos certera que la idea de que la fractura producida por la represión ha hecho irrelevante la definición de realidad cotidiana. Después de todo, la pertinaz negativa de la madre de Ofelia respecto a la crueldad de su esposo o la teología barata con que un sacerdote explica por qué Dios apoya las matanzas pueden ser delirios tanto o más completos que las apariciones que visitan a la pequeña.
Vidal ordena batidas militares en los bosques aledaños al caserón donde vive, un lugar al que sólo le faltan las torres y almenas para ser un castillo de los horrores. Poco después de llegar con su madre, Ofelia es guiada por un hada hasta el corazón de un antiguo laberinto en medio de los árboles. Allí conoce al Fauno (Doug Jones), un ser mitológico quien le explica que ella es en verdad la princesa de la leyenda, que tiene una marca de nacimiento en el hombro para probarlo, y que la única manera de volver a su reino es realizar tres pruebas antes de la próxima luna llena.
Es decidor que la primera prueba, relacionada con un enorme sapo que carcome las entrañas de un árbol mágico, transcurra en paralelo con la cena social donde el capitán le explica a sus invitados que la única forma de lidiar con los guerrilleros es matándolos: el trabajo represivo de Vidal se enmascara bajo la recuperación de un "orden antiguo" (un mito presente en varias de las encarnaciones fascistas del siglo XX), pero es Ofelia quien se está conectando con fuerzas atemporales y quien debe despojarse de las ropas infantiles que su madre le regala para terminar su primera misión.
Ofelia está dejando de ser niña, y se confunden quienes piensan que Del Toro evade el tema de la sexualidad al mantenerla en el terreno difuso de la alusión y el símbolo. El trajecito de niñita buena que se rompe y ensucia mientras destruye a un sapo de dimensiones grotescas era su propio uniforme, la manera en que su padrastro y su madre esperaban integrarla a esa "nueva España" que los soldados proclaman repartiendo pan a los civiles. Un orden donde se espera de ella que responda a los estereotipos de femineidad domesticada que encarnan su madre (una mujer que para su esposo es apenas el contenedor de su futuro hijo) y la empleada Mercedes (Maribel Verdú), quien esconde sus emociones reales bajo el servilismo para así poder mantener su doble militancia como espía de los rebeldes.
En el mundo mágico al que desciende en paralelo, en cambio, el orden no está siendo fundado, sino que yace en ruinas. Lo que se espera de Ofelia en ese lugar, le dice el fauno, es que colabore en el renacimiento del reino, que despierte fuerzas dormidas y que abandone su "falsa" identidad. No es casual que sus "pruebas" estén fechadas por la luna, un cuerpo celeste de larga y compleja relación con las ceremonias de fertilidad y cambio en distintas culturas, ni que la cabeza del fauno asemeje rústicamente a un par de trompas de Falopio, una alusión que Del Toro recalca haciendo que la criatura le muestre orgullosa a la heroína un grabado donde sus cuernos aparecen sobre una muchacha. La femineidad incipiente de Ofelia corre en paralelo con la representación masculina que el franquismo está imponiendo en el país, una representación asociada con el abuso, la fuerza y la sumisión. "Obedecer, así, sin cuestionar nada, eso sólo lo hacen ustedes", le dice el doctor (Alex Angulo) al capitán Vidal unos segundos antes de que éste decida ejecutarle por desafiar su autoridad. Esta es una idea de lo viril ligada a la muerte y a la mutilación: Vidal repara el reloj que su padre rompiera al morir en combate y que es el único lazo familiar que el personaje conserva, pero al mismo tiempo privilegia la vida de su hijo nonato sobre la supervivencia de la madre. No hay monstruos en la realidad en que operan los franquistas, pero la violencia del capitán es capaz de deformar el rostro de un hombre a punta de botellazos y de volver una masa sanguinolenta a un detenido tras una noche de tortura. Más aún: el mismo Vidal recibirá en su cara una herida deformante, cuando Mercedes le corte la mejilla con un cuchillo de cocina antes de huir con los rebeldes.
El Laberinto del Fauno está construida sobre estos y otros tantos paralelos: la realidad y la fantasía; la casona del capitán y los bosques circundantes; la superficie iluminada y los túneles subterráneos donde Ofelia cumple sus tareas; la oficina-habitación de Vidal y la cocina cálida donde reinan las mujeres; el tiempo congelado del franquismo encarnado en el reloj roto del padre militar versus el reloj de arena con el cual Ofelia marca su enfrentamiento con un monstruo sin ojos.
Pero además el filme tiene lazos profundos con las películas anteriores de Del Toro: Hellboy (2004), Mimic (1997), Blade II (2002) y ciertamente El espinazo del diablo, que es en varios sentidos una cinta melliza de El laberinto del fauno. Ambas películas transcurren durante los primeros años de la España franquista, período cuya tragedia social es reflejada a través del impacto en los niños. Ambas historias suceden básicamente en espacios cerrados, de los cuales el mundo exterior (los bosques en El laberinto..., la tierra yerma en El espinazo...) es más una expresión que una contraparte. En ambos casos entra a tallar lo sobrenatural, aunque en la cinta del 2001 -y esta es la diferencia más importante entre los dos filmes- la experiencia de lo fantástico sea comunitaria: todos los niños del orfanato terminan viendo primero al fantasma del muchacho muerto y luego al profesor resucitado. En El laberinto... en cambio, el mundo mágico experimentado por la protagonista es una experiencia privada e intransferible, lo que tiene sentido ya que el fascismo impulsado por Vidal es, más que una ideología específica, la negación bruta de cualquier realidad o creencia paralela al discurso oficial. Si en El espinazo del diablo la acción sucedía en un orfanato protegido por su distancia del conflicto, Ofelia debe vivir en el corazón del nuevo orden, ejecutando los pasos de un plan secreto que en su cabeza es tanto o más arriesgado que el que siguen los rebeldes.
Otro tema propio del director revisitado aquí desde un nuevo ángulo son los lazos sanguíneos entendiéndolos no sólo como memoria sino también como agente de contagio: la fallida Mimic tenía bajo su endeble guión la metáfora esbozada de una científica ansiosa por ser madre (Mira Sorvino) cuyo trabajo producía por error una extensa masa de insectos superdesarrollados. Blade II era una cinta de acción sin cerebro, pero cuyo centro era la feroz venganza de un hijo pródigo que volvía del exilio a destrozar el orden de la sociedad vampírica. Es la figura de este hijo pródigo -y no el justiciero interpretado por Wesley Snipes- la que se asoma débilmente en el antihéroe de Hellboy, quien es a su vez un demonio criado por humanos, un huacho cuya amnesia respecto a su origen termina siendo la clave de la intriga.
Los huérfanos, padres adoptivos y tragedias ligadas a la sangre y la herencia vuelven en El espinazo del diablo, pero es en El laberinto del fauno donde estos temas surgen con un hálito de aire fresco que hace pensar en el cierre de una etapa en los filmes de Del Toro. La cinta no sólo tiene como personaje principal a una mujer, sino que es una mujer en formación, a su manera un singular monstruo de los que le interesan al director: uno cuyas singularidades físicas (la mancha en el hombro) pueden o no ser señales de un cambio mayor, de un salto evolutivo similar al que amenaza a la ciudad en Mimic. Al final de su odisea, Ofelia recibe un balazo por parte de Vidal en la zona baja del vientre, y el ángulo escogido por Del Toro para filmar el momento no deja dudas sobre el sentido de la escena: tras desempeñar dos difíciles misiones, una ligada con un virtual retorno al útero, otra con enfrentar a una figura ciega de aspecto dudosamente fálico, Ofelia es desvirgada por su propio padrastro, quien así se integra en pleno a la galería de figuras de masculinidad castradora que Del Toro ha venido acuñando desde Cronos.
Ofelia agoniza y en su delirio (o en su fuga final de este plano de realidad) ingresa por fin al reino de su padre, un Federico Luppi que la invita católicamente a tomar el lugar que le corresponde a su diestra. En el mundo en que viven el resto de los personajes, aquella España donde el franquismo se hará fuerte y perdurará por décadas, Ofelia se muere y su hermano recién nacido es rescatado de los brazos de Vidal por los rebeldes, quienes han tomado por asalto la casona. Sabiéndose vencido, el capitán hace una última petición: -Díganle a mi hijo a qué hora morí. Díganle...-No- le interrumpe Mercedes, flanqueada por los rebeldes armados - El ni siquiera sabrá su nombre...
Acto seguido, Vidal es ejecutado de un tiro en el rostro, deformación indigna que completa la herida que la propia Mercedes le hiciera con su cuchillo. El capitán muere sabiéndose olvidado, y su hijo crecerá, ironía de ironías, en condiciones similares a la princesa de la que hablaba el fauno: adoptado por padres postizos, ignorando su origen. Es un mérito del meticuloso guión de Del Toro que la obsesión de su heroína por encontrar sus raíces y recuperar un Edén perdido sea también la de su villano, ese militar avergonzado por no estar a la altura de su padre muerto en combate y que ve a su hijo varón como la única huella digna de su paso por este mundo.
Ambas tragedias (que una niña muera, que un hijo pierda a su padre y sea condenado a olvidarlo) son sustanciales al interés del realizador por la sangre, ya no sólo en cuanto objeto estético o artilugio narrativo, sino también por su sentido implícito. La sangre que mancha los bosques donde mueren los rebeldes, la que pierde la madre de la niña al sufrir un parto prematuro y la que Ofelia riega sobre la "entrada" mágica del laberinto significan la misma cosa: todos somos mortales y es ese horror el que mantiene vigentes a los cuentos de hadas incluso cuando las utopías que prometen ya han dejado de tener sentido. El laberinto del fauno es, en conjunto, una película de menor estatura artística y alcances éticos que los exhibidos por El espinazo del diablo. Pero es, sin duda, una cinta de maestría innegable y una gran fábula política, en especial pertinente en estos tiempos donde un festival de softcore castrense al estilo de 300 gana aplausos precisamente por la cínica estilización que hace de la violencia militar.

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