Monday, June 11, 2007

La columna de Rafael Gumucio

Los chilenos y la ficción

Si un extranjero me pidiera definir la narrativa chilena en una sola palabra, esta palabra tendría que ser Pudor. Nuestros escritores no han sido todos católicos ejemplares y nuestra literatura ha pisado con envidiable seguridad los terrenos del sexo, la violencia, la sordidez y la muerte. El pudor no tiene que ver con los mundos que los novelistas chilenos cuentan, sino con su actitud hacia el hecho de contar. Hay en autores tan diversos como González Vera, Couve o Zambra la misma desconfianza en los argumentos como portadores de verdades, en la ficción como una posibilidad. Contar historias es, y siempre ha sido en Chile, un oficio innoble, por el que hay que pedir disculpas. Creer que las cosas suceden, que van hacia alguna parte, es una inocencia que la mayor parte de nuestros mejores escritores no se permiten. Lo hacen, tienen ganas de hacerlo, pero lo encubren bajo el velo de la autobiografía: Recuerdos del pasado, de Pérez Rosales; el opúsculo político: La tiranía en Chile, de Vicuña Fuentes; la novela infantil: el notable pero también vacío de acontecimiento y peripecias que no sean interiores, Papelucho, de Marcela Paz.Esta idea de que es algo indecente contar una historia, hacer que las cosas pasen, está tan profundamente arraigada en nosotros, que las dos excepciones más notables a esta regla, los dos grandes contadores natos de nuestra literatura -Edwards Bello y Jenaro Prieto-, siempre fueron más admirados y apreciados por sus crónicas que por sus novelas. Extrañamente, no se rebelaron contra esas paradojas; ellos también, a pesar de la solidez de sus relatos, se consideraron ante todo cronistas que habían cometido la mala educación de inventar mentiras para ilustrar con ellas sus ideas.Hay, por cierto, tramas en Droguett, en Jorge Edwards, en Skármeta, en Germán Marín, en Gonzalo Contreras, o en Manuel Rojas, pero generalmente lo que recordamos de esas novelas, más que un argumento, es una sensación, un detalle, los personajes secundarios más que los principales. En las mejores y en las peores novelas chilenas uno no puede dejar de sentir que el relato es fruto de un esfuerzo, de una convención con la que hay que cumplir, que el escritor cree que en el fondo en Chile no pasa nada, ni pasará nunca nada que valga la pena contar.La preeminencia de la poesía en nuestra literatura responde al mismo instinto básico. Muchos de nuestros mejores poetas (Nicanor Parra, Jorge Teillier, Enrique Lihn) son narradores natos, grandes conocedores de la técnica del relato que, sin embargo, desconfiaban, cada uno a su manera -Lihn escribiendo novelas-, de la posibilidad, de la utilidad, de la decencia misma de contar.Quizás ese pudor ante la narración nace de la impresión de que nuestras historias son pequeñas, subsidiarias de otras historias más importantes que ocurren en otras partes. En Chile nada es serio ni real, todo tiene perfume a patio escolar. Todo intento de inventar historias choca con la tía abuela, o el primo que se siente ofendido por usar sus historias, o que con una sonrisa irónica se desestiman tus intentos de fabular, de inventar, de respirar más allá del encierro.La gran novela de Allende, la gran novela de Pinochet -se quejan los visitantes-, no ha sido escrita. Más de alguien lo intentará, pero en sustancia, la mayor parte de los chilenos pensamos que no hay nada grande, realmente grande, en la vida de esos próceres que comían, dormían y hablaban como nosotros. La grandilocuencia de morir, o de matar, se nos escapa una y otra vez al escribir. No tenemos la frialdad para mirar esas muertes y nacimientos como hechos y no como ideas o planteamiento ante los que tenemos que pronunciarnos.Cuando era joven y quería ser guionista, esta manera de ver y contar los hechos era considerada nuestra mayor desgracia. Las series americanas o brasileñas sabían dosificar la información, construir los diálogos sin que se convirtieran en cursos de filosofía o en puro payaseo picaresco, los impactos y emociones estaban perfectamente repartidos para llegar a la cima. Yo realmente llegaba a entristecerme por esa incapacidad, mía y de mis compañeros, para contar bien una historia. Pero después pensaba que una de las pocas películas chilenas que han tenido verdadera importancia en la historia del cine mundial, "Tres tristes tigres", de Raúl Ruiz, hablaba justamente desde esa incapacidad de contar, desde ese pudor ante los hechos, desde esa fascinación por lo que en las películas de Hollywood no importa ni nadie ve. La otra película nuestra importante, "El Chacal de Nahueltoro", de Miguel Littin, se apoya en un hecho real para no perderse, pero muestra la crueldad, la muerte y la redención con la misma falta de dramatismo, con el mismo conmovedor pudor frío de Ruiz.Por lo demás, esa incapacidad chilena quizás no sea tan sólo un privilegio nuestro. El profesor Bernardo Subercaseaux en su nuevo libro compara Alhué de González Vera con Pedro Páramo de Juan Rulfo. Los dos relatos cuentan de manera desoladora la historia de un pueblo en que nada, ni siquiera la muerte, parece suceder realmente. Las dos novelas prefieren olvidarse de la trama para dejarnos con la desolación y la inmovilidad de una provincia sin perdón ni futuro. De manera completamente distinta, pero congruente, Alejo Carpentier, Arguedas o Lezama Lima cuestionan en sus novelas la posibilidad del tiempo mismo en que suceden las cosas. Contra la idea misma de la historia que trajeron los españoles, los mestizos se rebelan sin enfrentarse, mascullando su desconfianza, deshilachando suavemente la posibilidad de contar. Para ellos lo esencial transcurrió hace quinientos años, el tiempo se acabó por entonces. Nuestras vidas, nuestros hechos, héroes y batallas están, por tanto, condenados a ser fantasmas.

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