Saturday, June 23, 2007

Letras de celuloide

El discreto encanto de los guiones cinematográficos y de los cuentos cortos confluye en el último libro de Alberto Fuguet. Eficacia narrativa y personajes a los que les cuesta “hacer foco”.
Una de las características de la literatura latinoamericana contemporánea es la fusión entre diversos y, a veces, antagónicos géneros, como poesía y prosa, ensayo y novela, historia y ficción a tal alto grado que, por momentos, parece que ya no quedó ninguna mezcla por practicarse. Pero siempre queda. Con su último libro, Cortos, Alberto Fuguet, quien está demostrando no ser un artista con rápida fecha de vencimiento como algunos diagnosticaron, tuvo el mérito de encontrar ahí, donde parecía estar todo combinado, algo más. Novelista, guionista, crítico de rock y cine, Fuguet, que es uno de los primeros nuevos narradores chilenos en oponerse explícitamente al realismo mágico con su edición del libro McCondo, antología de varios autores unidos por la referencia a la cultura pop norteamericana y la fobia por todo lo que tuviera que ver con el Coronel Buendía y descendencia, se consolidó como barman del cóctel que quedaba por probar: el descubrimiento del chileno es mezclar un poco los tantos entre literatura y cine, más allá del permanente pero estéril pasaje entre libros y celuloide que viene demostrando desde hace algún tiempo la gran cantidad de novelas y vidas de escritores que son llevadas a la pantalla grande, de lo que incluso Fuguet parece burlarse un tanto. Es que las ocho piezas que componen Cortos se ponen de acuerdo en liberar al guión de su formato encorsetado (con su eterno tiempo presente y su condición abstemia respecto de los adjetivos), y enriquecerlo con una prosa poética o, al menos, expresiva; al mismo tiempo que logra renovar un poco las aguas de la narrativa actual con los siempre bienvenidos veinticuatro fotogramas por segundo.
Y cuando pluma y cámara se juntan, tal como las mezcló acá Fuguet, hay repercusiones en varios niveles. Por ejemplo, en “Prueba de aptitud”, el primer cuento/corto que muestra en carne viva la terrible presión que sobre un grupo de adolescentes marginales ejerce un examen preuniversitario, además de continuos flashbacks, cuando leemos la gran escena final no tenemos la sensación de que fuera escrita sino que se trata más bien de la glosa de una escena altamente cinematográfica que pone en el centro del objetivo un asesinato al borde de una piscina fuera de temporada. Hay relatos que, a nivel formal, tienen menos marcas del lenguaje del cine, pero que aparecen vitalizados con esa poesía un poco implícita que se desprende de las fuertes atmósferas, los diálogos extrañados y las acciones permanentes de los guiones. Por el contrario, en otros relatos, las frías y típicas acotaciones sufren una explosión de sentido a partir de marcas subjetivas, y adjetivos muy elocuentes: “El barrio es geriátrico-adolescente. Hay departamentos muy grandes y miserables estudios. Todos pasan por Providencia, pero pocos se quedan. Llegas ahí a iniciar una vida o a terminarla”, y hasta chistes; como cuando en medio de un guión se aclara que debe ir una “laaaaaaaarga pausa”. De la misma forma, en la sección más linda del libro, “Matiné, vermouth y noche”, se da otra vuelta de tuerca al discurso típico del guión, ya que en el centro de la escena no están las acciones sino un diálogo extenso y particularmente rico en el contexto entre un aspirante a fotógrafo de cine y una productora algo light, aficionada a la moda y el diseño. Es que parece exagerado, pero ese tipo de distorsiones y quiebres a partir de la combinación de los guiones y los relatos abren una nueva perspectiva que se ve también en la construcción de los personajes. Desterrados directores de cine que van a probar suerte y rápidamente se asquean en Los Angeles, donde “la gente no tira la basura porque la recicla haciendo películas y series de televisión”, mujeres adictas que encuentran un trabajo novedoso de acondicionadoras de casas donde se fueron pudriendo poco a poco viejas solas; los diversos personajes de Cortos tienen algo en común: una incapacidad para hacer foco, pero literalmente hablando. Sus distracciones, negligencias, caprichos y hasta terquedades terminan repercutiendo en el terreno corporal, en su relación más atávica con la naturaleza y con el mundo; son, nunca más atinado decirlo, como el personaje que mejor interpretó Robin Williams en una escena de la película Deconstruyendo a Harry, de Woody Allen, en la que a un padre de familia, los médicos le diagnostican estar fuera de foco, con lo cual sus hijos y esposa, a quienes les cuesta seriamente divisarlo, no dudan en reírse de él.
El libro Cortos, que parece haber tenido más backstages que borradores, acierta también en aprovechar la poesía que destilan algunos conceptos de la jerga del cine y la fotografía, como el de “la hora mágica”, aquella hora sublime de veinte minutos cuando el sol ya se puso pero aún queda luz, la hora perfecta para fotografiar en la que todos y todo se ve bien y todo es tan bello que dan ganas de no irse.

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