Dick y nosotros
Cada cierto tiempo, volvemos a Philip K. Dick (ahora que, publicado por The Library of America, ha terminado de ser canonizado) como si se tratara de un oráculo lisérgico y disfuncional, lleno de apocalipsis apócrifos pero cotidianos, estúpidos pero irremediablemente cercanos. Por supuesto, no digo nada nuevo con eso. Con Dick no se puede decir nada nuevo nunca: desde que emergió, en las fronteras de la literatura industrial de los años 50, su obra abordó casi todos los géneros posibles y previó el futuro en infinidad de formas inverosímiles o cercanas hasta convertirse él mismo en personaje arrancado de esas visiones, un profeta que decía venir de un universo paralelo que compuesto tan sólo por él mismo.
Así, leyendo “El hombre en el castillo”, “Ubik” o “Radio Libre Albemut” uno se percata de que la genialidad triste de su obra radica en haber habitado los suburbios de la ciencia ficción poniéndose del lado de los desposeídos, los imbéciles o la gente común de hipotéticos futuros: amas de casa asustadas, comerciantes de medio pelo, telépatas en baja, escritores con problemas alimenticios, funcionarios frustrados.
Gracias a eso, desde acá, desde las traducciones de los libros de Minotauro con las que crecimos, Dick siempre nos pareció un escritor extrañamente empático, alguien que escribía desde un barrio parecido al nuestro, desde aquella frontera donde la cultura canónica se había despedazado y lo único que quedaba era recoger sus fragmentos, pegarlos como se podía y con eso –como quien mira la borra falsa en un taza de Nescafé- tratar de entender promesas no cumplidas del futuro o la literatura.
Porque las paranoias de Dick podían ser una inquietante explicación de nuestra historia continental, llena de guerrillas eternas o relámpago, con personajes pavorosos como Vladimiro Montecinos y dictaduras casi siempre gobernadas por extraterrestres. En estos pagos, muchas veces, el Tercer Reich sí ganó la guerra. Así, en este borde impreciso de América del Sur nos parecía cercano aquel señor Childan, que abría “El hombre en el castillo” comprando y vendiendo la memorabilia de un occidente en extinción, transformando los pedazos de una vida doméstica extinguida en nuestra comedia del arte.
De este modo, edificando un sinnúmero de utopías rotas, la obra Dick parecía esbozar nuestro presente latinoamericano sin querer queriendo: un lugar reinventado a cada rato, hecho con tecnología de segunda mano, en medio de un éter saturado de discursos nacionalistas y autoritarios; las múltiples versiones de historias patrias contradichas hasta quedar vacías.
Así, mal que mal, Dick estaba en lo correcto: no podíamos –no podemos- narrarnos sin volvernos escritores de ciencia ficción empecinados en describir un sinnúmero de distopías. Porque el modo de sospecha y paranoia que Dick proponía –este mundo no existe, todas las palabras son falsas y están encriptadas, el gobierno conspira contra los ciudadanos- lo vivimos en carne propia toda la vida.
Pero si para Dick el problema radicaba en ese trauma del descubrimiento de la falsedad del orden de lo real y la necesidad de una epifanía que viniera a remediar dicha carencia, en América Latina estábamos acostumbrados a esa falta de certeza y sin esforzarnos mucho, traficamos incesantemente con esas verdades, con todas esas revelaciones que nos desbordaron siempre. De ahí que nuestro presente pueda ser, cómo no, una novela de Dick, que le otorga dignidad a esas pequeñas historias desechadas, poniéndole algo de humor a la catátrofe insólita del día a día. Basta ver el noticiario de las nueve de la noche y contemplar esa ciencia no-ficción diaria, una colección mutante y real de relatos sobre ciudadanos que apenas pueden con sus pequeños sueños, infectados por el exceso de información y la violencia, abrumados por un futuro desgastado que se fue a nadie sabe dónde mientras, en otra parte, el universo explota en stéreo y en diez mil pedazos.
Monday, July 02, 2007
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