Monday, July 16, 2007

5 de julio de 2007

Por Francisco Mouat franciscomouat@gmail.com

Nueve de la mañana. Estoy en Paraty, en Brasil. A unos pocos kilómetros del centro histórico del pueblo, arriba de un pequeño cerro, alojando en una parcela cómoda y rústica desde cuya terraza en las mañanas de sol aprecio la inmejorable vista de un campo enteramente verde. No recuerdo ahora mismo alguna postal vivida que la supere en intensidad, verdor, aroma, espíritu y sonidos naturales. En Chiloé, alguna vez, estuve una semana durmiendo en una selva impenetrable sin ver a nadie, y si bien no recuerdo demasiado qué hacía allí para matar los días, salvo preparar sopas, tallarines y tomar café, rescato de la memoria una atmósfera remota, el sonido de los pájaros, el bote que me llevó por el río cerro arriba, la abundancia del bosque.Salgo a la terraza y veo en el medio de la parcela un árbol centenario, erguido e imponente, que destaca sobre los demás. Edivaldo, el cuidador de la casa, asegura que el árbol, que se llama jequitiba, tiene más de trescientos años. Caminar con Edivaldo por el terreno sirve para conocer un poco más las especies que pueblan su campo. Edivaldo saca hojas de árboles y arbustos, las muele y te pide que las huelas: pimienta, limón, canela. Para un pajarraco urbano, que difícilmente distingue entre un arbusto insignificante y un árbol de cacao, se trata de un descubrimiento magnífico.Salí de Santiago con una foto enmarcada de mi madre en la maleta. Una foto que me ha acompañado en mi escritorio, pero que nunca había viajado conmigo. Ella no sabe que miro esta fotografía a menudo. En ella luce joven, hermosa y sensual. Está con un sombrero café de gamuza, muy bello, tipo Robin Hood, que la distingue. No mira a la cámara. Está seria, pero en ningún caso triste. Sus ojos azules apuntan a una dirección desconocida. Sus labios gruesos y bien formados están pintados de un color sobrio. Creo que nunca la vi con un rouge demasiado intenso en sus labios, y sé que no la veré, porque apenas se maquilla.Leo en Paraty los Diarios del peruano Julio Ramón Ribeyro. El volumen lleva uno de los títulos más sugerentes de la literatura universal: La tentación del fracaso. Alguna vez a Ribeyro lo amonestaron cuando trabajaba en París en la agencia de noticias France Presse: Los deberes del periodista son incompatibles con la lectura en horas de oficina de En busca del tiempo perdido", le dijeron. Estoy convencido de que los Diarios de Ribeyro se cuentan entre los más notables por el desasosiego y la duda permanente que lo acecharon mientras vivió y escribió: Es penoso irse de este mundo sin haber adquirido una sola certeza. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas. He puesto tanto empeño en construir el pedestal que ya no me quedaron fuerzas para levantar la estatua".El 17 de marzo de 1955, mientras Ribeyro vivía en Madrid, una carta de su hermana Josefina le produjo una invencible melancolía": le anunciaba que había contraído matrimonio hacía poco, y que ya no vivía con su madre. Su padre muerto, él en España, sus dos hermanas casadas, sólo quedaban en ese hogar su hermano mayor y su madre. La melancolía le vino de imaginar las veladas de su madre cuando su hijo salía y ella se quedaba sola recordando aquellos años en que su casa estaba siempre alegre, bulliciosa y concurrida".Pienso en el hogar silencioso de mi madre, en el hogar de muchos hermanos que tuvimos alguna vez, en todos los hogares condenados a desintegrarse una vez que el tiempo les pase por encima. Mi propia casa, donde ahora viven hijos pequeños y una pareja, será mañana un recuerdo, una foto trizada, un Diario inconcluso que empezó a escribirse en una verde parcela de Paraty, en Brasil.

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