Saturday, July 21, 2007
2022 por Alvaro Bisama
El pasado era el futuro. Jugábamos flippers y escuchábamos canciones sobre paisajes extraterrestres. Nos inventamos una vez un asesino: un tal J.P. Moraga, que mató a diecinueve mujeres a lo largo demedio siglo. Lo inventamos en los momentos muertos de clases, hace años. Era la época donde desaparecían todas esas pendejas en Alto Hospicio. Siempre estuvimos seguros de que era un serial-killer. Seguros seguros. No podía ser de otra forma. Seguimos por dos años (estábamos en tercero y cuarto medio) las desapariciones. Tenían método, tenían sistema. Habíamos visto demasiadas películas como para no darnos cuenta. J.P. Moraga surgió de eso. Anotamos su nombre en el cuaderno de matemáticas, mientras Fernández nos explicaba unas ecuaciones. Luego, cuando nos fuimos para la casa le dimos un rostro, una historia. J.P. Moraga tenía 75 años, era un anciano respetable, un abuelo, un héroe del pueblo. Alguna vez había postulado para alcalde y perdió. Era democratacristiano. Apoyó el golpe. Era de rigurosa misa dominical. Cantaba en un grupo folclórico que a veces se presentaba en el paseo del muelle. Eso no le impedía matar mujeres: las raptaba en los pueblos cercanos y las llevaba a su parcela en las afueras. Ahí tenía un congelador gigante. Les hacía lo que los asesinos en serie les hacen a sus víctimas. Prefiero no entrar en detalles. J.P. Moraga era frío, su mirada estaba muerta, tras sus arrugas se escondía algún significado del mal. Eso, creo, lo escribimos en un cuaderno. Soñábamos con hacer la película o escribir la novela o ver la historia sintetizada en la parte de atrás de la funda de un video. J.P. Moraga duró un semestre. Poseía una larga lista de víctimas falsas y gigantescas mitologías urbanas. Hicimos un par de veces el recorrido de sus crímenes: partíamos en una urbanización de Huanhualí y seguíamos hasta el sitio baldío que quedaba detrás de una discoteca rodeada de alerces y terminábamos en las puertas de lo que debería haber sido su parcela. Era como seguir a un culpable que no existía, jugar a ser detectives sin serlo. Luego descubrimos que Raúl Méndez vivía en Villa Alemana. Ahí terminamos la broma. Méndez no era literario; no era para reírse. Méndez siempre fue infinitamente más peligroso que Moraga. Más real y cercano, aunque nunca supimos verlo hasta que pasó lo que pasó. Ahora Méndez no importa. Deberíamos haber planeado un encuentro entre ambos: Moraga contra Méndez. ¿Quién ganaría?. Pensé en Moraga y sus crímenes imaginarios. Pensé en lo que sabíamos de Méndez. Méndez, dije. Por paliza. Después nos quedamos en silencio. Mudos. Eso era lo que sabíamos hacer en ese tiempo. Quedarnos mudos. Porque no éramos nadie. No éramos nada. Vivíamos ahí, en Villa Alemana, si es que a eso se le podía llamar vida. Veíamos televisión por cable. Algunas tardes y nos quedábamos pegados hasta el amanecer frente a la pantalla. Odiábamos las teleseries. Escuchábamos a Slayer. Siempre era invierno. Rebobino: escuchábamos música, dábamos vuelta por el centro, mirábamos el cielo negro, éramos fanáticos de la televisión. Eso era todo. No era mucho. No era suficiente. Teníamos planes: ganar la lotería y no trabajar jamás. Teníamos un asesino en serie, nuestro asesino en serie. O dos. Uno era real. Veíamos películas de vampiros. Dábamos vuelta por el cementerio. Llevábamos la cámara de video y grabábamos esos paseos por las tumbas, por aquellos caminos sembrados de animitas pobres de pueblo chico, poniendo nuestros pasos sobre los muertos enterrados en un terreno arcilloso que a veces era arena o barro a secas. Odiábamos a los ancianos, al alcalde, a los profesores. Habíamos salido eximidos del servicio militar por incapacidad física expuesta en certificados falsos. Nos perdíamos en esa comunidad que detestábamos: gente pálida con cara cansada, que daba vuelta por el pueblo en las tardes sin hacer nada, buscando historietas en vez de historias, conversando con otra gente, asistiendo a las patéticas fiestas escolares que hacían en discos que en otro tiempo habían sido centros de tortura. No teníamos nombre, no importaba nuestro nombre, no éramos nadie. Bebíamos cerveza. Éramos personajes de historietas a los que nadie quería dibujar. No teníamos aventuras. Nos conocíamos desde niños. Nuestros padres eran se conocían de toda la vida. Odiábamos el fútbol. Nos acostábamos, nos acostaríamos intermitentemente con las mismas mujeres. Éramos una mierda, una canción sobre la vida en otro planeta, los televidentes de una película en blanco y negro de la que nadie se acordaba, la imagen detenida de un desastre a punto de suceder.
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