Thursday, April 05, 2007

Un demonio bondadoso y noble

Bolaño x 4 Nota aparecida en Zona.cl sobre uno de mis héroes
Roberto Bolaño no es sólo el escritor chileno más importante de las últimas décadas, sino que la puerta de entrada para conocer a otros escritores latinoamericanos un tanto olvidados. Acá te presentamos cuatro que él mismo recomendó en vida. Y como con sus novelas, no se equivocó.
Por Vadim Vidal y J. P. Roncone

Si le explicas a alguien que no ha leído aún a Roberto Bolaño (porque los hay) de qué se tratan sus novelas capitales, y ese alguien es un tipo prejuicioso, lo más seguro es que crea que es sólo para estudiantes de literatura.
Es ese el gran prejuicio sobre el autor: que es un escritor que escribe historias sobre escritores, lo que no deja de ser cierto. Pero lo que no se dice de primeras es que Bolaño es el autor más vital, descarnado y poético (sí, poético) de la literatura en español de la actualidad. Un autor de libros tremendos (en todas las acepciones) que uno leería sin parar, incluso en la ducha, al igual que Ulises Lima en “Los Detectives Salvajes” (1998).
Hay gente que dice que Bolaño escribe sobre cómo el mal, así en abstracto, se hace algo cotidiano y monstruoso, otros dicen que escribe sobre el desarraigo. Para mí, Bolaño escribe sobre la derrota. Del querer alcanzar algo (quimeras literarias, paraísos perdidos, etc) y fracasar.
“Últimos atardeceres en la tierra" (“Putas Asesinas”, 2001), por ejemplo, es la historia de la pérdida y el reencuentro entre un hijo y su padre. Sin sentimentalismos ni momentos luminosos. Leerlo es como ver una pelea de box: primero los rivales se estudian, luego intentan ir mermándose el uno al otro y terminan tratando de noquearse. Tan desesperado como un puñetazo a nudillos descubiertos, tan ascéptico como la povidona yodada.
Bolaño, además, es un autor bisagra. Uno que hace leer más y más a quienes empiezan con él. Como bien dijo un crítico de El País de España, “Detectives Salvajes es el Rayuela (1963) de ésta década”. Si ayer los universitarios soñaban con encontrar a La Maga, hoy sueñan con ser real visceralistas y hacer de sus vidas una gran aventura que termine –por supuesto- en una gran derrota.
Bolaño es el escritor muerto más vivo de la actualidad. Y, pese a la fama de polemista y cascarrabias que le dan los artículos de prensa que se escriben sobre él, era un tipo generoso. Que demostraba su admiración por escritores de su generación y anteriores. Acá citamos sólo a cuatro de los que nombró o reseñó en sus artículos y entrevistas. Latinoamericanos que forman, por decirlo así, la “Quinta de Bolaño”.
Lee “Últimos atardeceres en la tierra”,

El señor de los venenos
Un snapshot es una fotografía que se toma rápido y sin pensar. También es dar un vistazo sobre algo. Una pequeña idea sobre lo que pasa en un determinado lugar. Rodrigo Rey Rosa (1958) escribe historias tan breves que parecen snapshots. Historias que no sobrepasan las 10 páginas, algunas que apenas se asoman por sobre una plana y novelas que son en realidad cuentos largos. Claro que su vistazo sobre la realidad siempre deja entrever algo inquietante, a veces brutal, que se esconde detrás de un relato con apariencia banal.
Chefs asesinos de Brooklyn, predicadores antropófagos de Central Park, mafias de hacendados guatemaltecos y un etcétera tan largo como los lugares y personajes que presenta en sus relatos.
Rey Rosa es un guatemalteco que viajó a Nueva York a estudiar cine y de ahí a Tánger. En la ciudad marroquí conoció a Paul Bowles (1910-1999), el autor de “El cielo protector” (1949). Entró a un taller de escritura que dictaba y terminó traduciendo su obra al castellano. Mientras que Bowles hizo lo mismo con los tres primeros y breves volúmenes de cuentos del guatemalteco.
En todo caso, aparte de la locación de una de sus novelas (“La orilla africana”, 1999), Rey Rosa no comparte nada más con el autor de “El cielo protector”. Si en Bowles el paisaje es una metáfora del estado existencial de sus personajes, y en configurarlo se toma páginas y páginas, en Rey Rosa todo es conciso y frío. Casi como si estuviera haciendo la disección de una historia.
Sin detenerse en juicios sobre los acontecimientos, sólo dejando que el misterio que subyace tome el control de la narración. Todo para dejar en claro que la apariencia de normalidad, es el mejor disfraz que tiene la crueldad humana colgada en su ropero.
Lee “Una señal” acá.Y “La niña que no tuve”,

Cartas a Sensini
Esta es una historia tan real como triste. Antes de que Bolaño se convirtiera en el autor que es hoy, cuando ya estaba en España, participaba en concursos de cuentos de provincias y pequeños ayuntamientos para sobrevivir. Plata poca pero segura.
Hasta que en uno de ellos coincidió con Antonio Di Benedetto (1922-1986), según Bolaño, “el autor de una de las mejores novelas en castellano del siglo XX”.
Di Benedetto llegó segundo y él tercero. Bolaño, entonces, tenía veintiocho años, era pobre, vivía solo y su único consuelo era escribir. Di Benedetto, en cambio, ya había publicado “Zama” (1956), su novela más importante, e incluso Cortázar había hablado muy bien de él. Entonces el chileno inició una amistad epistolar con el autor argentino. Se pasaban datos de pequeños concursos donde participar y hablaban del exilio y de la desaparición del hijo de Di Benedetto bajo la sombra de la dictadura trasandina.
La historia la cuenta Bolaño en “Sensini” (como rebautiza a Di Benedetto), un cuento incluido en “Llamadas telefónicas” (1997).
“Zama” (1965) transcurre en Paraguay durante la Colonia. Pero no es para nada una novela histórica. Trata sobre la espera de un funcionario del reino español -Don Diego de Zama- que está varado contra su voluntad en Asunción, esperando un traslado a Buenos Aires. Un traslado que jamás llega y que lo comienza a hundir en actos cada vez más extraños y a degradarlo hasta transformarlo, literalmente, en un desecho humano. Está narrada con la misma frialdad y distancia que El Extranjero (1942) de Camus (1913-1960). De ahí que la crítica lo tilde como un autor existencialista.
Pero Di Benedetto no sólo destacó como novelista, sino que también como cuentista. "Aballay", un relato alabado por el mismo Borges, cuenta la historia de un gaucho que, después de matar a un hombre, decide no bajarse más del caballo. Lo hace sólo cuando el hijo de aquel hombre lo desafía. Ahí paga su penitencia. Honor y culpa en la pampa argentina.
Di Benedetto muere en 1986, después de volver del exilio. Sin encontrar a su hijo. Bolaño le diría más tarde a Cristián Warnken en una entrevista, que su otra hija también terminó perdida en Estados Unidos. La misma que aparece al final de “Sensini”.

La vanguardia es así
En Europa lo vendieron como “El secreto mejor guardado de la literatura argentina” en la solapa de sus primeras ediciones. Carlos Fuentes le auguró el Nobel para el año 2020. También hace noticia despachándose frases ganadoras como “El mejor Cortázar es un mal Borges”, para definir el bando en el que se cuadra él en la literatura trasandina (donde no entra Sábato, por ejemplo).
César Aira (1949) es el último de los vanguardistas latinoamericanos. Un tipo que se define por la novedad, el juego de las formas y los métodos de escritura. Además es el autor más prolífico de su generación, ha publicado cerca de 60 obras de narrativa y una infinidad de ensayos. Dice que escribe todos los días y que su método (“cocina literaria” como le dicen los estudiosos) es similar a llevar un diario de vida.
Pese a eso, Aira no es de los que dicen escribir siempre la misma obra. Sus novelas difieren la una de la otra. Tiene tramas policiales, de aventuras, con elementos históricos, de ciencia ficción, etc. El único elemento en común son sus disparatados argumentos.
Ejemplos: el protagonista de “El congreso de literatura” (1999) es un científico dedicado a la clonación que intenta crear una raza de intelectuales que domine el mundo. En “Un sueño realizado” (2001), el protagonista puede intercambiarse distintas partes de su cuerpo mientras duerme, y en “Cómo me hice monja” (1993) la tragedia se desata debido a un helado de frutilla.
¿Sin pies ni cabeza? Pues él dice que esa novela corta es autobiográfica. Por eso la niña del cuento se llama César Aira y viene de Coronel Pringles, su ciudad natal. Y nunca aclara por qué la novela se titula así. Un loco de aquellos.
Aira no es como los autores norteamericanos que se encariñan con sus personajes. Eso lo hace menos cálido, pero más jugado. Resta su emotividad a cero, pero lo hace más libre. Para él los personajes son menos importantes que sus motivos literarios. Como un Lars Von Triers juguetón en vez de cruel. Ya. Aira es un fabulador superdotado. Un geniecillo de este tiempo. Uno que dice preferir “lo nuevo a lo bueno”. Siempre.
Lee un fragmento de “Los misterios de Rosario”, acá.
Un cubano indecente
Si te dicen que tal autor es el “Bukowski de La Habana” lo único que quieres hacer es leerlo (o salir huyendo). Bueno, a Pedro Juan Gutiérrez (1950) lo bautizaron así porque no quedaba otra.
¿Cómo catalogar a un escritor de prosa desprolija que ha trabajado de vendedor de helados, cortador de caña, soldado, periodista, contrabandista, y cuando todo anduvo mejor, se dedicó a la pintura y la escultura?
Gutiérrez es un escritor que dice que se interesó en la literatura luego de leer “Desayuno en Tiffany's” (1958) de Capote (1924-1984). Y que luego se dedicó a contar historias del bajo fondo, con protagonistas de sus mismas características, que hablan en primera persona y cuyas crónicas, crudas, desencantadas e hilarantes, están bañadas por litros y litros de ron. Y gente que vive “empalmando” con desesperación y placer en grados iguales.
Con textos tan claros y sintéticos como este: “Quizás eso fue lo que me salvó: las borracheras, las mujeres, soltar furia, tirarlo todo a mierda, no esperar nada de nadie. Y escribir. En las madrugadas, borracho, escribía cuentos de todo lo que me sucedía. Era muy divertido. Y seguí adelante. Y aquí estoy”.
Pedro Juan Gutiérrez es un representante del realismo sucio venido de donde menos uno lo esperaría. O no tan así. Porque si algo une —por ejemplo— a John Fante (1909-1983) y Bukowski (1920-1994), a parte del modo de contar sus historias, es el escenario en que las presentan. O sea, las ciudades.
Si Bukowski tenía a Los Ángeles, Pedro Juan Gutiérrez tiene La Habana. En sus relatos no hay espacio para ningún tipo de romanticismo, ni revolucionario, ni homenajes culposos a lo Buena Vista Social Club.
En La Habana de Gutiérrez, la Revolución es un chiste, la prostitución es la ocupación que jamás deja de tener vacantes y los dólares convencen más que cualquier discurso. El cubano deja en claro que outsiders hay en todas las ciudades y sistemas sociales.
Lee “Estrellas y pendejos”, acá.Y “Silvia en N.Y.”, acá.

Blog Archive