Por Francisco Mouat
Estaba tan cansado el otro día, que no me pude levantar temprano para ir a dejar a los cabros chicos al colegio. Venía de cuatro jornadas consecutivas de encierro, escribiendo, y el cuerpo no respondía a los primeros estímulos de la despertada. Estaba tan cansado que avisé en voz alta y medio dormido que no contaran conmigo, que ese día no pensaba formar parte del ejército uniformado en que se convierte mi familia cuando concurre en masa al colegio antes de que suene el timbre de las ocho.
A esa hora de la mañana en que no se escuchan ni las micros, la moral de uno está debilitada al máximo. Nada tiene sentido cuando suena el despertador. Se impone sobre el espíritu un estado crepuscular absoluto que te hace taciturno y ensimismado durante todo el proceso de la levantada. Con lo que ya cuesta soportarse a uno mismo en esas condiciones, hay más encima que aguantar el genio ligero de otros miembros del clan que se levantan con el pie izquierdo y a esa hora no te obsequian precisamente palabras amables.
El plan, entonces, esa mañana, era dormir un poco más, escapar de la realidad, no salir corriendo a la calle, abandonarte al sueño y flotar en el espacio. El paraíso, a fin de cuentas. Salvo un detalle: a mi mujer se le olvidó apagar el televisor de la pieza antes de partir y ocurrió lo que no debía: que entre siete y media y nueve media de la mañana fui espectador involuntario y atento de uno de los matinales de la televisión.
Quedé sin aliento. Fue como correr una maratón interminable con música estridente machacándote los oídos. Una cantidad increíble de estímulos de grueso calibre imposible de retener sin volverte un poco loco. Estaba hipnotizado. La pichanga formidable de contenidos no bajaba el ritmo: desde el monitoreo frenético por aire y por tierra del Transantiago hasta la nota policial de un intento de parricidio y posterior suicidio en la comuna de Independencia. Un papá al que se le había muerto su esposa hacía dos semanas había caído en depresión profunda y le había disparado un balazo en la cabeza a su hija de cuatro años de edad, para después pegarse dos tiros y matarse. La niña había sobrevivido al disparo, y en la Uti de un hospital luchaba para no morir. El abuelo de la niñita es contactado por el móvil y llora unos momentos en pantalla, entrevistado por un reportero que comprende el difícil momento por el que está pasando. De vuelta en el estudio dejamos a un lado rápidamente el "horror" enunciado por los animadores y advertimos unas morisquetas a la cámara y después vienen entrevistas a tres ministros sonrientes que no dicen nada, tres ministros que por separado y en un lapso de treinta o cuarenta minutos hablan de las micros, de los desafíos planteados por la Presidenta y del día del joven combatiente; ministros que por lo familiar del trato se ve que se sienten muy cómodos en estos estudios de televisión a los que probablemente van a cada rato. Y después de los ministros vemos un largo fragmento de la telenovela estelar del canal, con harto gritoneo, y después de la teleserie una encuesta callejera donde los ciudadanos de a pie despotrican contra la autoridad insensible que no sabe cuánto se sufre ahora andando en micro y en metro, y después del alegato ciudadano una crónica de farándula local de tercera categoría, con desfile de modas y entrevistas a un par de modelos que se sacan los ojos, y después nota con un niño que tenía un lunar gigante en el brazo y es tratado exitosamente con cirugía, y después nota con los paraderos a medio terminar del Transantiago, y después un comentario a la pasada sobre los besos que se dio Kike Morandé con no sé quién, y a esas alturas ya no hay estómago que aguante seguir echándole ingredientes a la sopa. El cóctel explosivo logra su propósito: te deja la cabeza como papa y el espíritu abatido. Estás tan lleno de imágenes como vacío de ideas.
Un poco tarde ya, pensé en las miles de personas bombardeadas esa mañana y todas las mañanas hábiles del año con esta bomba de racimo y apagué el show, y me levanté antes de que una embolia cerebral me impidiera seguir yendo a dejar temprano a mis hijos al colegio, bendita mañana.
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