Friday, April 20, 2007

Me voy pero me quedo

Álvaro Bisama

El querer huir de Chile es un cliché. Pienso eso mientras leo que Fernando Paulsen se va de aquí porque dice no comprender las extrañas señales de vida del presente nacional. Bien por él, aunque no es tan raro. Chile asfixia a los chilenos cada cierto tiempo. Los estrangula. Los hace afeitarse con vinagre, como dijo alguna vez Pere Gimferrer de Enrique Lihn, otro experto en esa clase de huidas que llevan irremediablemente de vuelta a casa.Es una tendencia: estamos rodeados de gente que huye del país porque se les hace chico, porque no se les comprende, porque sencillamente no se puede leer en Chile, escribir en Chile, vivir en Chile. Porque éste, como me dijo un escritor famoso de los noventa, que salió corriendo de acá el año pasado - y del que nadie se dio cuenta que volvió después- , éste es un país de ratas.Puede ser. Pero en un naufragio, son las ratas las primeras en abandonar el barco. Puede que el peso de la noche, aquella indeterminada fuerza que venimos intermitentemente sorteando desde el XIX, nos pegue a todos como una resaca de vino barato y, expertos en mirarnos los ombligos, no nos quede otra que decirnos - como un mantra- que no soportamos más, que nos queremos virar de acá.Pero estamos a años luz de hacerlo. Entre el dicho y el hecho media una distancia de kilómetros, libros y plegarias mal atendidas. De hecho, se obtienen más dividendos en decir que uno se va que en irse de verdad, porque se profita, de paso, de esa autocomplacencia de sentirse genio en un país de iletrados, héroe en una patria de traidores.Es un espejismo. Donoso tiene por ahí una nouvelle donde alguien va a París y se pierde contemplando las vitrinas de los cafés de escritores a los que le da pavor entrar. En ese lado de afuera, al personaje no le queda más que hablar en chileno, aquella peculiar lengua muerta, mientras se da cuenta de que no está a la altura del destino fabuloso que sentía que le correspondía.Un futuro rutilante que, visto desde el resentimiento de los que añoran salir, siempre va a estar ocupado por quienes no lo merecen: estafadores, chantas de medio pelo, vedettes de quinta categoría; sujetos deleznables como el Marqués de Cuevas, Isabel Allende, Bolaño o Jodorowsky. Gente que no es chilena, que dejó de serlo, que se olvidó de nosotros apenas cruzó la frontera. Pero irse del todo, como ellos, es una medida radical e innecesaria. Hay que tener para eso valentía, desesperación o estupidez. Implica quemar pasaportes, libretas de direcciones y tarjetas de felicitación de amigos y enemigos. Significa pensar a la lengua literaria en su desnudez, despojada de los efectos especiales de la nacionalidad, de aquellas franquicias de cualquier gremialismo ilustrado local.No. Mejor huir por una temporada corta para que el resto note con nuestra ausencia de lo que se pierde. Pero los que se van y vuelven al rato nunca quisieron realmente irse. Desean más bien que alguien se acuerde de ellos; mientras reciben un poco de cariño, al fin y al cabo. Así, el extranjero como tal, les importa bien poco porque están pensando en cómo andará por acá la canalla literaria, que qué será de éste y de este otro y se acordarán de mí y cómo los amo y los odio a todos y todo eso. De este modo, como al Lihn de A partir de Manhattan: las imágenes del afuera terminan siendo para ellos a lo más fotogramas rotos que los devuelven tristemente a casa, atándolos a un habla - ese extraño acento que es la literatura chilena- que desesperada e infructuosamente quieren dejar de pronunciar.

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