Por Christian Ramírez
¿Hasta qué punto uno se puede separar de sus héroes? Ante la alternativa de decepcionarse de ellos y de lo que hacen, lo mejor sería no tener ninguno, pero qué le voy a hacer: sería moroso tratar de hacerme el tonto con la admiración que por años le he tenido a Scorsese… Acabo de poner “por años” en la frase anterior donde antes había escrito “toda la vida”. En fin, dejémoslo en “toda mi vida como cinéfilo”.
Fue en el otoño del 88, cuando la aparición en el mapa de La última tentación de Cristo era inminente (tal como el escándalo que la seguiría), que mi pregunta sobre cuántos y cuáles eran los filmes de Martin Scorsese salió publicada en la Revista Wikén de El Mercurio. El encargado de la sección tuvo la delicadeza de listar y contar brevemente el argumento de las películas para mí, que todavía no había visto ninguna, o tal vez sólo una (El color del dinero), en cualquier caso, ese viernes y durante varios días más fui muy feliz. Lo mismo ocurrió mientras iba reconstruyendo el trabajo de este tipo del que había leído mucho y ahora comenzaba a tratar de verlo todo: Después de hora, Taxi driver, Toro salvaje, New York New York, Life lessons…
Mirando hacia atrás, muchos de los mejores momentos que he pasado en las películas (y vaya que han sido hartos) se los debo a este tipo. Al mismo que me dejó agarrándome la cabeza por las incoherencias de Pandillas de Nueva York, la liviandad de El aviador o por su decisión de refilmar una película prácticamente perfecta (Asuntos infernales) y sacar de ahí Los infiltrados, un producto plenamente hollywoodense con el que hace unos días se ganó el Oscar a Mejor Director.
Seguro que varios miles de sujetos conectados a la tele en ese momento se sintieron tan aliviados como yo de ver a Scorsese aceptar por fin su estatuilla. Si me preguntan, yo se la habría dado por Casino, ese elefante blanco que hasta hoy es su proyecto más ambicioso, su última obra maestra y un trabajo de tremendos ecos autobiográficos. Pero mejor no salirse del tema: Scorsese, sus altos, sus bajos, sus obsesiones y su compulsión están al centro del canon cinematográfico de casi todos los cinéfilos entre los 30 y los 60 años (ese fue rango erario del grueso de los votantes de la academia que le otorgó el premio), y, de algún modo, representa la travesía vital de muchos de ellos: un viaje desde los dominios privados de la infancia al territorio de la adultez, territorio menos extenso de lo que parece una vez que se ha llegado ahí.
Tiene razón Philip Kolker en su libro A cinema of loneliness, cuando dice que si Scorsese y sus contemporáneos trastocaron la forma de comprender el moderno cine norteamericano lo hicieron a fuerza de poner al frente una visión solipsista del mundo, una que proviene del yo, donde el yo se proyecta sobre todo lo que lo rodea. Ahí es donde caben desde Travis Bickle hasta el Dalai Lama, desde Newland Archer a Ace Rothstein pasando por Lionel Dobie, Bob Dylan, Rupert Pumpkin, Cristo y el resto de los personajes que han captado la atención del director.
Cierto, también que en ese camino de autoconocimiento da la impresión de que Scorsese se ha quedado corto, no porque precisamente le haya faltado “mundo”, sino por su reticencia a abandonar su propio personaje, el del director cinéfilo y abogado de las películas, de la pequeña y gran historia (lo que se acentúa considerando que lo mejor de su último trabajo han sido documentales). Como si a Scorsese le hubiera faltado ánimo para salir de la sala o de su barrio y comenzar a mirar lo que le rodeaba.
El suyo no es el único caso. Tal como Kolker anticipó, al cine de los Movie Brats, de Coppola, Lucas, Spielberg, De Palma y varios otros, comenzaron a salirle canas anticipadas cuando fue obvio que sus propios creadores estaban más en contacto con sus respectivos mundos privados que con la vida real. No todos pueden ser Clint Eastwood, que a los 75 años se entusiasma con la batalla de Iwo Jima…
Cuánto me gustaría que Scorsese pudiera inyectarle energía, sentido de la historia, cinismo y ecos modernos a su proyecto sobre la juventud de Teddy Roosevelt. Que se lanzara de cabeza a su acariciado proyecto The neighborhood (sobre el barrio de su infancia). O que filmara con verdadero nervio y canciones reales la vida de Mick y Keith. Pero que lo hiciera con la misma pasión que me obligó a ver tres veces en el cine Buenos muchachos, porque simplemente era un filme que no se agotaba a la primera vez.
Gente como él necesita tener una brillante madurez. Se la deben a si mismos.
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