Sunday, May 11, 2008

Rafael Gumucio
Viernes 25 de Abril de 2008
Tiempos interesantes


De tarde en tarde me da por envidiar a los escritores venezolanos, bolivianos, colombianos o haitianos que tienen una sobreabundancia de cosas esenciales y urgentes que contar. Y eso, sin pensar en los hindúes que ganan todos los años el Booker Prize con historias llenas de familias y coloridos, y muertes y conflictos reales que los lectores y críticos beben con verdadera pasión.

Yo vivo en un país aburrido. Mi vida es más bien calmada, mis amigos piden créditos hipotecarios a treinta años. Los corresponsales extranjeros que viven en Chile pasan su tiempo viajando a Argentina, a Brasil, a Bolivia o a Perú para tener algo que cubrir. Me consuela, sin embargo, pensar que en tiempos aparentemente calmos como éste en que vive Chile, Proust y Thomas Mann y Borges y Chejov y Tolstoi y la mayor parte de los escritores americanos (que solían buscar sensaciones fuertes lejos de casa) se formaron como escritores. Conocieron luego guerras mundiales, revoluciones, exilios, transformaciones políticas importantes, pero generalmente lo más renovador de su escritura, lo más novedoso de sus intentos, nació en el laboratorio de la calma, en la ilusión de continuidad, de la tranquilidad en que fueron formados. Escritores que nunca conocieron la guerra -como los franceses de hoy- suelen ser unos lateros, pero también lo son los que sólo conocieron la guerra y no pudieron nunca leer un libro con calma.

La alternancia entre tiempos turbulentos contados con calma, o tiempos calmos contados con turbulencia, es lo que quizás hace grande a un escritor. Los periodistas extranjeros se preguntan siempre cómo nadie ha sabido aún en Chile contar desde la literatura a Allende, a Pinochet, la revolución y el terror de la tortura y la muerte. Quizás no lo hemos hecho, o sólo lo hemos hecho en parte porque carecemos justamente los escritores chilenos de la calma para contar esa turbulencia, como carecemos de la turbulencia para contar la calma de hoy. Lo interesante de la historia chilena de los años 70 es tan visible, que no necesita de un escritor que lo descubra; la profundidad de los cambios que vive el Chile de hoy es tan recóndita, que necesita, en cambio, de todo el talento disponible.

No hay nada aparentemente más aburrido que una transición política, humana, o social, pero no hay nada más apasionante para un escritor, que es justamente eso, un hombre que habla de transiciones, de metamorfosis, de transmutaciones. Si el periodista busca muchas veces lo singular, lo extraño, lo sangrante de una situación banal, el escritor se ve obligado a hacer lo contrario, y buscar lo banal, lo normal en un campo de batalla o una ejecución en masa. Es lo que hizo Tolstoi en La guerra y la paz; contarnos en medio de la batalla la historia de un noviazgo que no pudo ser por exceso de paciencia de los dos amantes.

La tendencia de buscar y leer novelas de lugares interesantes que prevalece en la crítica mundial, la necesidad de los lectores de hacer turismo social a través de la lectura, encubre otras necesidades más inconfesables. Los tiempos interesantes piden, generalmente, ser escritos de manera lineal, clara, concisa y clásica. Es de alguna forma una inmoralidad hacer gorjeos vanguardistas en Ruanda. El testimonio tiene sus propias leyes y gana en ser directo, y sin adornos. Es esa vitalidad lo que los críticos y lectores modernos buscan en toda suerte de bengalíes, africanos e inmigrantes jamaicanos, pero es al mismo tiempo el retorno a unas formas clásicas y decimonónicas que, gracias a la buena conciencia tercermundista, se pueden leer sin pensar que se es estéticamente un reaccionario. Es lo que le sucedió a Isabel Allende, Laura Esquivel o Luis Sepúlveda. El interés por Sudamérica de la izquierda mundial encubría el placer de leer novelas rosa sin culpa.

Los testimonios de tiempos interesantes nos muestran un rostro a veces terrible de nosotros mismos, pero siempre apasionante, siempre transcendental. Las novelas de los tiempos fomes nos conectan con un horror más pertinaz, con un miedo más profundo, el rostro de nuestras dudas diarias, de nuestras pequeñeces ínfimas, de nuestras complejidades más recónditas. Reportear una guerra pide mucho menos valor que contar de verdad y sin mentiras un pololeo que terminó porque sí. Dudo que Kafka hubiese tenido el valor de escribir El proceso o El castillo de haber pasado o visto a su pueblo sufrir en los campos de concentración. El tiempo le hubiese dictado libros más urgentes, más vitales quizás, pero seguramente más simples.

Las sensaciones fuertes son una distracción como cualquier otra. El preocuparse de los grandes problemas del mundo de hoy es quizás la forma más pertinaz de frivolidad actual. El horror es fácil de contar, el mal es simple de relatar, nos dicta generalmente lo que quiere que escribamos de él. Es quizás la razón porque los flojos artistas contemporáneos centran sus obras en la violencia y el mal, evitando justamente preguntarse cómo contar lo que llamamos la normalidad, cómo relatar lo que yo mismo olvido, y no simplemente limitarme a volver a contar lo que todos recuerdan.

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