Saturday, May 10, 2008

Domingo 16 de septiembre de 2007

Por Antonio Gil / La Nación Domingo

El dolor de ya no ser



Es curioso comprobar como los mismos que ayer, en los años de plomo, desafiaron con ánimo deportivo las balas, el secuestro, la tortura, el exilio, la persecución, hoy se cagan de susto con el simple arqueo de cejas de un subsecretario o el telefonazo de un senador. Parece que, por alguna razón misteriosa, arcana, le cogieron tal miedo al poder, un terror tan cerval a las superestructuras reinantes, que se han desactivado en su capacidad crítica y se les han volado lejísimos sus arrestos de independencia y rebeldía frente al power de lo establecido. Se han esfumado para siempre esos huevos de que hicieran gala antaño hasta lo temerario. Son agentes sociales, operadores culturales, escritores, pintores, actores, periodistas, qué sé yo, mucha gente que puso en juego la Vida, pero que no se anima hoy a arriesgar la vida con minúscula de todos los días. Esa cosa cotidiana del cheque mensual, la certeza del pago de los dividendos hipotecarios, la universidad de los niños. Y no se trata de que hayan envejecido. Ocurre que nadie ha venido tampoco al relevo. No ha habido una generación de recambio.

También sucede que se ha oficializado hasta volverse transparente un cierto estilo crítico, a la usanza del Clinic, por ejemplo, que ya es sólo paisaje, papel mural, remedo comercial de rebeldía y sucedáneo digitado por padrinos políticos y auspiciadores. No remece ninguna mata. No emplaza a nadie. En esa desactivación, en esa doma del animal furibundo que impulsa los cambios y controla al poderoso, Chile ha perdido un activo fundamental. Cuando se les aconcha la orina a los intelectuales, del color que sean, los países se adormecen como los enfermos terminales embotados de morfina. La familia baja la mirada, resignada, esperando el fatal desenlace.

Cuando se transa la rebeldía vital por la corrección de un plato de lentejas o un carguito en el segundo piso de La Moneda, en una biblioteca pública o una municipalidad, los países deben comenzar a temblar. Algo ha empezado a hacer clic, clic, en su mecanismo central. Alguna pieza se ha soltado y todo el andamiaje de la sociedad y sus posibilidades de futuro se hallan en trance de agonía.

Es imperativo que existan en toda sociedad voces críticas, fuertes, estridentes incluso, desaforadas, molestas y odiosas para muchos. Voces que la gente de a pie escuche y respete como algo que le pertenece. Las sociedades maduras las tienen y las aprecian, aun con sus extravagancias y sus dosis de pintoresquismo. Tenemos el sentimiento de comunicar que aquí van en vías de desaparecer para siempre, como los huemules, los tricahues o los lobos de tres pelos. Nómbreme tres. O dos que sea. Dígame, ¿qué figura cultural apoya con fuerza y determinación a la causa mapuche, por ejemplo? Cuénteme, ¿que personalidad potente se la juega por las minorías sexuales? Ni uno solo, por ejemplo, está en el tema de los presos políticos, que los hay y no son pocos.

El liberalismo, esa filosofía de almaceneros, lo ha puesto todo en el mercado, y en el mercado esas causas no son rentables para los hombres del pensamiento. No dan rédito. No se consiguen becas ni se ganan Fondart con la defensa de esas cruzadas, que se van confinando por decantación a los ámbitos de una intelectualidad medio artesa, improvisada, con poco repertorio y bajísima convocatoria. Es mejor, claro, la investigación, la ONG calientita, con café y galletas Tritón en la mesa de reuniones. Sobre la tumba de Pericles se escribió en un remotísimo día este magnífico epitafio: "Toda felicidad nace de la libertad". Y la libertad siempre es hija del valor. Bajo la arena de los siglos y las modernizaciones esa afirmación, a nuestro entender, mantiene una terca vigencia. Por eso, resulta alarmante ver como a los que vivieron con valor la clandestinidad, a los que cruzaron fronteras con papeles falsificados, a los que crearon revistas que se publicaban bajo fuego cruzado, hoy les tirita la pera frente al tonito medio golpeado de un intendente o una ministra subrogante. Qué queda entonces.

Pues los encapuchados. Esos bandoleros que, corriendo con una botella encendida en la mano, intentan llenar los espacios dejados por pensamiento conductor, la rabia ilustrada, la argumentación y el coraje moral. Todo aquello ha sido hoy sustituido por los enmascarados con sus botellas de bencina y aserrín de aluminio. Mucho financiamiento estatal, mucha prebenda, mucho pituto, han capado a este país. ¿Qué nos queda en su lugar? Sólo esos enmascarados que, ocultos tras la capucha, no se cagan ante nada ni ante nadie. LND

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