Monday, May 05, 2008

Esa golondrina

Francisco Mouat

¿Existen los recuerdos puros? ¿O son todos inventados? El otro día creí volver a sentir el aroma de las salas de cine de mi infancia, en el centro de Santiago, adonde me llevaba mi tía Mari a ver comedias de Louis de Funes. Lo que percibí fue algo tan preciso como el olor que desprendían las butacas, el piso alfombrado y aquellos bronces que indicaban la letra de la fila y el número de asiento. También creí escuchar la voz estridente del francés. A Louis de Funés lo recuerdo calvo y con los ojos medio desorbitados, con un ligero parecido al viejo y conocido Abdulah que aparecía en nuestro Sábados gigantes, y probablemente reía de buena gana en sus películas. Tal vez lo mejor de todo era acabar aquel paseo al cine en un salón de té, disfrutando junto a mi madrina una copa de helado de pistacho y un trozo de torta de piña.

Ya no recuerdo qué películas del comediante francés fui a ver, y cuántas fueron. Me confundo con Luis Sandrini, cómico argentino al que también creo haber visto en más de una.

A propósito de recuerdos puros, leo en Opiniones contundentes una entrevista a Vladimir Nabokov, en donde el escritor transcribe un poema que escribió en ruso. No se entiende nada, por supuesto. Habría que leer muy bien el ruso para poder traducirlo y disfrutarlo. Por eso, Nabokov decide explicárselo al periodista que lo entrevista, y la explicación es un nuevo poema: "Se refiere a dos personas, un muchacho y una chica, que están sobre un puente, contra el reflejo de la puesta del sol, y hay unas golondrinas que se deslizan rasándolos, y el muchacho se vuelve a la chica y le pregunta: dime, ¿te acordarás siempre de esa golondrina? No de cualquier golondrina, no de estas golondrinas, sino de esa golondrina particular que pasó rasando. Y ella contesta: claro que sí, y ambos estallan en llanto".

La emoción de los muchachos, probablemente adolescentes, probablemente enamorados, los lleva a creer que lo que viven podrá ser siempre recordado con la misma intensidad y nitidez. El llanto de uno, lector emocionado, es probablemente el inverso: nace de saber que el olvido se instalará en sus vidas y que esa golondrina rasante, que ha pasado cerca de ellos, nunca más podrá ser evocada del mismo modo y con la misma intensidad por los muchachos. Qué fácil, además, si se trata de dos jovencitos, sería aventurar que ambos emprenden rumbos distintos en el tiempo, y tal vez nunca vuelven a encontrarse. El poema es un intento, vano, incompleto, imperfecto, por capturar con palabras la misma golondrina que pasó rasando sus cabezas y se fijó en la memoria de los dos muchachos, haciéndoles sentir hasta el escalofrío que ese momento que estaban viviendo era único e imborrable.

Acostumbrados a recurrir a la memoria para articular la vida, descubrimos en ella un arsenal de novedades insospechadas. Juan Villoro, en el prólogo de Trilogía de la memoria, de Sergio Pitol, dice que el autor se entrega al pasado para averiguar qué hay ahí: "Lo leído, lo imaginado, lo vivido y lo soñado pertenecen a una experiencia común: el recuerdo que alecciona. Pitol no rememora lo que ya conoce. Su evocación es una búsqueda".

Lo que más me gusta de escritores como Villoro y Pitol es que ellos saben que a los recuerdos no se los puede dominar, y que siempre será mejor asomarse a una ventana que a un espejo.

Leer a Nabokov, a Villoro y a Pitol es una puerta de entrada a mis propios recuerdos, que nunca saben con certeza si mañana formarán parte de un relato. Sé que fui al cine a ver comedias en las que actuaban Sandrini y Louis de Funes. Ahora me invento que en esas tardes fui feliz, y que tal vez mi madrina fue también feliz llevándome de la mano más tarde a tomar un helado. Casi cuarenta años más tarde, mi madrina y yo juntos en el cine somos parte de un recuerdo tímido, difuso, que en cualquier momento se evapora.

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