Monday, November 26, 2007

Matrimonio civil

Por Francisco Mouat

El otro día fui a un matrimonio notable, perfecto, inolvidable: se casaban dos buenos amigos, de los mejores que tengo y he tenido. Se casaban por el civil en la misma casa donde viven juntos hace un par de años, un bungalow tranquilo en La Reina en el que un limón robusto y bien cargado corona el patio. Fue ese patio, donde cabe perfectamente una mesa de ping–pong, el sitio en el que nos reunimos al mediodía los cerca de cuarenta invitados para escuchar, antes que nada, el magnífico sermón de la jueza.

Fue un matrimonio sin estridencias. Tal como les gusta a ellos y probablemente a muchos de los que fuimos allí. Sin la cada vez más ridícula exigencia de ir excesivamente producidos, como si se tratara de una fiesta de disfraces. La idea en este caso era que los novios, los verdaderos protagonistas de esta historia, marcaran la nota diferente con la dosis justa de elegancia que supone la ocasión. Él, luciendo una chaqueta sencilla y una corbata alegre; ella, un vestido negro simple, con zapatos de color vivo. Nosotros, los invitados, sus compañeros de ruta, sus amigos, su familia, la gente de carne y hueso con quienes quisieron compartir este momento, no teníamos que llamar la atención de nadie. Simplemente debíamos estar ahí, y ser testigos. Nada de invitar al jefe por obligación y a la tía no sé cuánto por protocolo. ¡Al diablo el protocolo! ¡Qué vals ni ocho cuartos! Los novios, esta vez, bailaron un lento de Elvis Presley que nos encantó escuchar y ver, y que a ellos los entusiasmó más todavía, si casi se desnudaban con la mirada.

Pero antes del baile fue la performance de la jueza. Apenas comenzó a hablar, a las doce y media en punto, y escuchamos lo del contrato solemne y toda la martingala que sigue, lamenté no tener una grabadora que registrara el lenguaje florido y extraordinariamente modulado de la funcionaria. Su nombre debió quedar registrado en la libreta, pero no me animo a llamar a los recién casados, interrumpir sus pocos días de vacaciones, para preguntarles cómo se llama ella. Lo que importa, en verdad, no es eso, sino los énfasis que marcaba con las manos, cómo subía el tono cuando utilizaba el adjetivo preciso. Me quedaron grabados dos de sus versos: el in–con–men–su–ra–ble amooooor, y la ob–via fidelidaaaaad. Conteníamos a medias la risa, y la jueza también se reía, consciente de que es una actriz de primera que se gana con creces su sueldo presidiendo la ceremonia y agregándoles a las frases hechas sus propias pinceladas de romanticismo, como las llama ella misma, con las que se propone asegurar que el matrimonio de los que tiene al frente sea para toda la vida.

Un matrimonio perfecto, dije, bien regado desde el comienzo, con pisco sour, champaña, cerveza helada, vino, ron y un whisky escocés que exhibe la mejor relación precio–calidad del mercado.

En mi caso, estuve hasta las diez de la noche, cuando ya quedábamos pocos combatientes en pie. Supe de otro amigo que permaneció en el campo de batalla hasta la medianoche, completando doce horas ininterrumpidas de celebración. A la hora de la despedida, el novio me acompañó hasta la calle y antes de subirme al radiotaxi nos abrazamos. Un poco tocado por el alcohol quise decirle nuevamente que lo quiero mucho, pero no me salieron las palabras. Lo que sí le dije fue que debí haber previsto lo de la jueza, que tendría que haber grabado la ceremonia para que ellos la conservaran como un recuerdo, y él me contestó una frase que ilumina todavía más nuestra amistad: "Mejor es que quede libre en la memoria". Toda la razón. En mi vida, y ahora sé que en su vida también, nuestros mejores momentos no queremos registrarlos; simplemente queremos vivirlos, para después recordarlos y dejar que la memoria los adorne una y otra vez, cada día de una forma distinta, para no gastarlos.

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