Loca erudición
Por Alan Pauls
Radar Libros, suplemento literario de Página/12, 22 de agosto de 1999.
¿Y si la gran pasión de Borges, pasión de traficante y de maestro, hubiera sido transmitir, propagar, divulgar? Todo el empeño invertido en señalar cómo Borges, mediante el despliegue de su erudición, aleja la literatura del lector, del público, del “pueblo”, ¿no debería reinvertirse en el trabajo de mostrar justamente lo contrario: cómo Borges siempre está buscando acercarse, cómo inventa técnicas de reproducción, maneras nuevas de traducir, canales de transmisión inéditos, formas de circulación y de divulgación de un capital de saber que ni siquiera reconoce como propio? “Soy un hombre semiinstruido”, ironiza Borges cada vez que alguien, hechizado por las citas, los nombres propios y las bibliografías extranjeras, lo pone en el pedestal de la autoridad y el conocimiento. Una cierta pedantería aristocrática resuena en la ironía, pero también una pose de poder, el tipo de satisfacción que experimenta un estafador cuando comprueba la eficacia de su estafa. Y la estafa consiste, en este caso, en la prodigiosa ilusión de saber que Borges produce manipulando una cultura que básicamente es ajena. Cultura de enciclopedia (aunque sea la ilustre Britannica), esto es: cultura resumida y faenada, la referencia y el ahorro, cultura de la parte (la entrada de la enciclopedia) por el todo (la masa inmensa de información que la entrada condensa). En más de un sentido, por sofisticadas que suenen en su boca las lenguas y los autores y las ideas forasteras, Borges –la cultura de Borges- se mueve siempre con comodidad dentro de los límites de un concepto Reader´s Digest de la cultura. Borges no deja de evocar, cuando rememora sus primeras lecturas, los deleites que le deparaba la onceava edición de la Encyplopaedia Britannica. Sin duda las prosas de Macaulay o la de De Quincey –dos de los ilustres contributors que hicieron de ésa una edición única, histórica- tuvieron mucho que ver con ese deslumbramiento de infancia. Pero si la Britannica es el modelo de la erudición borgeana, es porque lo que Borges aprende allí, de una vez y para siempre, no son tanto los lujos de una escritura noble como los secretos para operar en una doble frecuencia simultánea: en el “estilo” y en la reproducción, en la alta literatura y en el proyecto divulgador, popularizador, que encierra toda enciclopedia, desde la Britannica hasta el Lo sé todo.
La otra gran diferencia que impone la erudición borgeana es el humor. Una vez más, como es costumbre en Borges, el gran enemigo es la tristeza mediocre del sentido común. El se sabe que. Se sabe que el saber, en un contexto “imaginativo” como la literatura y el arte, no tiene en general buena prensa. Se lo asocia con la gravedad, con el tedio, con la disciplina; se lo condena a ejercer una rigurosa, lánguida burocracia de protocolos y de trámites: ordenar, clasificar, agrupar o categorizar. La única cara del saber que irradia algún glamour es la cara “capitalista”: la fase de adquisición, de acumulación de información y conocimientos. Pero es inaccesible. El resto –el ejercicio del saber, esa momificación en vida- es mejor perderlo que encontrarlo. Si al menos prometiera algo... Pero lo que espera del otro lado del saber, a lo sumo, es un poco de “autoridad”, el dudoso privilegio de hablar en primera persona y en nombre de la verdad, de la verdad restringida de feudos como la lógica, la filosofía, la historia de las ciencias... Autoridad, pues, y orden: ¡la antítesis misma de la “imaginación”! A menos que...
En algún momento de los años ´60, un profesor francés, hasta entonces especializado en describir cómo Occidente produce esa peculiar forma de identidad humana llamada locura, tropieza casi sin darse cuenta con un texto de Borges. Es Michel Foucault, y el texto de Borges en el que cae es ”El idioma analítico de John Wilkins”, uno de los ensayos del libro Otras inquisiciones, de 1952. Foucault queda pasmado ante ese texto que parece agotar todos los lugares comunes de la glosa erudita. Puesto a reivindicar a un pensador recóndito, Borges, previsiblemente, empieza mencionando la Encyclopaedia Britannica (que ha suprimido toda mención de Wilkins), resume la biografía de su personaje en algunas “felices curiosidades”, repasa sus fuentes a vuelo de pájaro y se mete de lleno en la feliz, olvidada curiosidad que justifica esas tres páginas: el idioma analítico que Wilkins inventa hacia 1664. El ensayo sigue de cerca sus premisas, sus procedimientos, su proceso de fabricación, hasta que llega a las 40 categorías en la que Wilkins ha decidido clasificar el mundo para garantizar que su idioma corresponda apropiadamente con él. “Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda y arsénico).” El texto, hasta entonces respetuosamente descriptivo, de golpe parece inquietarse: “Casi tan alarmante como la octava”, escribe Borges, “es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bronce, latón), recrementicioso (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño, cobre)”. Algo en la teoría de Wilkins no anda del todo bien, algo derrapa, pero Borges, en vez de retroceder, de guarecerse, da un paso adelante y lo sigue: va, con Wlkins, hacia ese más allá del saber que acaba de insinuarse. “Esas ambigüedades y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera), m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.” El profesor Foucault estalla en carcajadas. Difícil imaginar una risa más fértil: ha nacido Las palabras y las cosas, uno de los libros más influyentes del pensamiento occidental contemporáneo.
Para averiguar qué hay en el texto de Borges tal vez sirva pensar en la pregunta que nos hacemos después de leerlo. Y esa pregunta no es: ¿qué quiere decir?, sino: ¿qué pasó? Es decir: la misma pregunta que nos hacemos después de un milagro, un cataclismo, un desmayo –una pregunta que tal vez no sea para lectores sino para Mulder y Scully, el dúo de los Expedientes X. “Todo iba bien... estaba leyendo... un filófoso inglés... inventó un idioma universal... cuarenta categorías... clasificación... y de repente...” De repente el pensamiento se salió de sus goznes. Implosión, colapso, agujero negro, crisis nerviosa: no importa cómo se llame. Lo cierto es que de golpe, violentamente, entramos en otra dimensión. Foucault habla de risa, y la palabra es ajustada: señala bien el efecto físico, de colvulsión, que puede provocar un acontecimiento aparentemente tan volátil como una enumeración literaria. Borges hace exactamente eso: instalar la risa en el corazón del penamiento. Pero instalarla como una combustión o un tornado: algo irresistible, algo que atrae, que arrastra, que embriaga, una llamarada de la que nunca nadie será capaz de reírse porque ella misma es risa, risa pura, perpleja, insensata, risa que nos rapta y nos transporta a un lugar que está fuera del pensamiento. La clasificación de la enciclopedia china es la gran performance de la erudición borgeana, el punto donde el saber, fiel, más que nunca, al tedio de sus costumbres, a la lentitud disciplinada de su lógica, tropieza de pronto con un punto ciego, gira en el vacío, se acelera y enloquece. Sólo que el punto ciego no es un accidente exterior: está en el saber, agazapado en alguno de sus pliegues, acechándolo siempre desde adentro. El punto ciego es el escándalo de la razón en la razón: lo que transforma la erudición en vértigo. ¿Borges escritor erudito? Sin duda, siembre y cuando la erudición recupere la fisonomía que le es propia: un páramo de ruinas y perplejidad donde flota el humo de una risa loca. Pero John Wilkins no está solo. Integra una respetabilísima familia de criaturas borgeanas, quizás las únicas que hagan honor a un rubro –el rubro “personajes”- que en la literatura de Borges no goza particularmente de prestigio. Es una familia de filósofos, hombres de ciencia, pensadores, eruditos, artistas, inventores –algunos, verdaderos profesionales de su pasión, otros simplemente dilettantes- que, movidos por las mejores intenciones, conciben una idea (generalmente una sola), la llevan adelante y la extreman, hasta que una vez allí, en el límite, la idea crepita, entra en cortocircuito, envenena su propio engranaje y fracasa, ya sea arrastrándolo todo a la ruina, ya sea desvaneciéndose en el aire suavemente, sin dejar rastros. Son sabios idiotas, talentos desperdiciados, artistas fanáticos del error y la insensatez. Los hermana una pasión común, que muchas veces ignoran pero que consuman con una envidiable convicción: despertar, en la razón, esas fuerzas paradojales que la dan vuelta como un guante.
Algunos, como Wlkins, son personajes reales, históricos: Ramón Llul, por ejemplo, que a fines del siglo XIII inventó la “máquina de pensar”. El invento, que según los diagramas reproducidos por Borges en El Hogar se parece peligrosamente a una ruleta de barquillero, es una ingeniosa variación de las magias combinatoias: hay tres discos giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal, con quince o veinte cámaras cada uno, que a su vez encierran regiones o simples categorías de pensamiento. Hacer girar los discos es pensar; es delegar en el azar la penosa génesis de cualquier idea. El mecanismo, escribe Borges, es completamente incapaz de “un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico”. Hay otros, que la obra de Borges visita en ensayos breves, en un par de líneas de un cuento o en menciones esporádicas, a menudo mezclándolos con personajes de ficción, como si especulara con los posibles efectos de ese roce de contextos, y cuyas vidas monomaniáticas Borges parece condensar no en “dos o tres escenas”, como en Historia universal de la infamia, sino en el concepto único que las fascina: el infinito en J. W. Dunne y en F. H. Bradley, dos de los filósofos que Borges convoca para desentrañar los experimentos literarios de un escritor apócrifo llamado Herbert Quain, pero también es Zenón, que se pasa la vida subdividiendo el espacio, o el Platón, que coincide con Bradley e imagina una especie regresiva, los Autóctonos, que “pasan de la vejez a la madurez, de la madurez a la niñez y de la niñez a la desaparición y a la nada”. En realidad, bajo la mirada de Borges, todos los sabios del mundo pueden ser sabios idiotas. También Benedetto Croce, “estéril pero brillante”; también los alemanes, autores de “enormes edificios dialécticos, siempre infundados pero siempre grandiosos”. También Leibniz y Spinoza; también Demócrito, con el borde demente de la paradoja del mentiroso. Como es costumbre en él, Borges evita repetir, cuando monitorea la historia del pensamiento, la discriminación “oficial” que separa a los grandes nombres de los nombres menores. Lo que hace, más bien, es rastrear conceptos que, como el infinito, “corrompen y desatinan a los otros”, momentos en que la historia del pensamiento trata de pensar y se hunde sin remedio en los “tenues y eternos interticios de la sinrazón”. Los sabios idiotas de Borges no son idiotas que juegan a pensar; son pensadores idiotizados por el pensamiento mismo, por el ejercicio encarnizado, intransigente y brutal del pensamiento: han ido demasiado lejos, han llevado el pensar y el pensamiento hasta el límite, un límite donde el pensamiento coincide con la imposibilidad de pensar, donde el pensamiento más profundo y la idiotez más idiota son exactamente lo mismo, y están como arrasados, devastados por una especie de estupor interminable.
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