El seductor y su miedo
por Alan Pauls
Página/12, Radar Libros, 13 de Abril de 2003
En 1955, un año después de decretar la modernidad de El extranjero, raptando la novela de Camus del desván histórico en el que corría el riesgo de desaparecer, Barthes lee La peste y siente cómo su euforia languidece sin remedio. El, que había admirado la vocación de opacidad de Camus, el carácter “blanco” de su prosa, la insolada superficialidad de su manera de percibir el mundo –en una palabra: su concepción literal de la literatura– descubre ahora que su héroe ha sucumbido a la peor de las tentaciones: la alegoría. Los dos momentos -euforia y decepción– están recopilados en Variaciones sobre la literatura. No sabemos qué despertaron en Camus el par de elogios (uno, de una perspicacia notablemente precoz, de 1944; el otro de 1954) que Barthes dedicó a El extranjero. Conocemos, porque la antología la incluye, la réplica que mereció su crítica de La peste, ambas publicadas en la revista Club. “Por muy seductor que pueda parecer”, le escribe un dolido Camus, “me resulta difícil compartir su punto de vista sobre La peste...” Barthes no se amilana y replica a la réplica: “Me pide usted que diga en nombre de qué encuentro insuficiente la moral de La peste. No guardo ningún secreto a ese respecto: en nombre del materialismo histórico”.
La respuesta me impresiona. Ya ha pasado casi medio siglo y la imagen de un Barthes marxista –tan marxista que para definir su lugar de enunciación no invoca el nombre general del marxismo sino una de sus dos divisiones acorazadas, el materialismo histórico– parece hoy bastante borrosa. Pero lo que me impresiona no es eso. Me impresiona ese gesto de afiliación pleno, tan convencido, en un escritor que durante cuarenta años no hizo más que sustraerse de todo –del marxismo, sin duda (aunque Barthes siempre fue marxista de la rama Brecht, y no precisamente de la más marxista), pero también de todos los frentes de saber que le tocó atravesar: semiología, estructuralismo, lacanismo, telquelismo, etc.). Me impresionan la naturalidad con que ese prófugo epistemológico, que siempre estaba yéndose de todas partes, se reconoce en un lugar, y sobre todo la seguridad con que afirma ese autorreconocimiento. Vistas retrospectivamente, a la luz de toda su obra, la afiliación y la afirmación son las dos experiencias más álgidas que puede enfrentar Barthes: su pesadilla, su límite, sus verdaderas bêtes noires. La primera es un modo de existencia; la segunda un acto de habla; pero si ambas son solidarias es porque comparten, para Barthes, un elemento profundamente nefasto –menos por el daño que es capaz de hacer, quizá, que por el tedio que destila su anemia simbólica: el factor dogmático. Más allá de ese momento iniciático en que “resuelve” una decepción literaria con la confesión impúdica (“ningún secreto”) de una pertenencia plena, la obra de Barthes no es sino el merodeo, el estudio, la puesta en foco encarnizada de una sola y única Fobia: la adherencia. Entrópico, el ser de las instituciones, los saberes, los lenguajes, los paradigmas, incluso de los estilos, es establecerse, precipitar, cristalizar; es “prender”. Y lo único que desvela verdaderamente a Barthes –pero cuánto le debemos a ese insomnio– es quedar pegado. De ahí, a la vez, esos “objetos malos” que rondan su obra (el poder, los sistemas, los lenguajes-ventosa, los códigos, el estereotipo, la bêtise, la imagen) y las estrategias que urde para conjurarlos, que van del chisporroteo erótico al zen: el flirteo, la deriva transversal, la abstinencia.
“La lengua es fascista”, proclamó Barthes en 1977. Argumento central del discurso con que inauguró su cátedra de semiología literaria en el Collège de France, la frase no es sólo un slogan eficaz para nombrar el síndrome barthesiano; también suena como una de esas paradojas diabólicas con que se solazaban los griegos (“Miento”, etc.) y que nosotros seguimos usando para tantear el vértigo del lenguaje. Como todo sistema de rección, lalengua es opresiva: “Se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir”. Pero la lengua, entre otras cosas, también sirve para afirmar que la lengua es opresiva, lo que tal vez no alcance para desactivar su fascismo pero sí al menos para matizarlo, problematizarlo y –en el mejor de los casos– burlarlo. Y Barthes siempre tuvo algo de burlador. El zigzagueo, los atajos, el conocimiento minucioso de las trastiendas, la ubicuidad, la cintura para enfrentar y eludir, el arte de tener la cabeza siempre en otro lado: juntas, ordenadas, todas sus operaciones podrían componer un manual sistemático de donjuanismo teórico. Cada vez que Barthes se cruza con un saber, el drama es el mismo: flechazo y deslumbramiento en el primer acto, decepción y tedio en el segundo, huida en el tercero. El spleen barthesiano es como el de Don Juan: está hecho de promesas incumplidas, de traiciones, de insatisfacción: empieza en el hechizo, termina en el hastío y sólo reconoce una fuerza motriz: el miedo. “En el origen de todo, el Miedo”, dice Barthes en “La imagen”, el texto que lee en el coloquio que le dedica el Centro Cultural de Cerisy-La-Salle en 1977, y la frase hace juego en el acto con el epígrafe de Thomas Hobbes que presidía El placer del texto (1973): “La única pasión de mi vida ha sido el miedo”. Pero del miedo, en Barthes, nace un método: se llama seducción, y también –si limpiamos la palabra de todo el desdén que la aflige– histeria. Porque el Barthes que huía de la adherencia del mundo bien hubiera podido decir “quiero estar solo”, como pedía Greta Garbo, a la que Barthes, por otra parte, consagra una de sus mejores mitologías. Barthes quería estar solo y seducir. ¿Es un crimen? No, es mucho más y mucho menos: es una utopía. La utopía de la escritura por excelencia.
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