El almacén de Metuaze
Por Francisco Mouat
Leer y volver a leer a Felisberto Hernández es un privilegio. Me acompaña una frase suya escrita en los primeros párrafos de su hermosa novela corta Por los tiempos de Clemente Colling: "Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro".
Felisberto era pianista, y se ganaba la vida dando conciertos. En su juventud, incluso llegó a tocar piano en salas de cine de Montevideo para acompañar la exhibición de películas mudas.
Por los tiempos de Clemente Colling es un viaje a la infancia donde el autor revuelve los recuerdos y narra la historia de su familia cuando niño y de este profesor de piano, ciego, sucio y solitario, que le enseñó armonía y lo marcó para siempre. Leer a Felisberto me hace viajar a mis calles infantiles, en la frontera entre Ñuñoa y La Reina.
Viví veinte años en Avenida Ossa con San Vicente de Paul, a pasos de una de las escuelas de ciegos que hay en Santiago. Desde muy chico tuve la visión de alumnos que deambulaban por el barrio con sus ojos extraños, en algunos casos cubiertos con lentes oscuros, alumnos que acompañados de su bastón tanteaban el terreno y avanzaban lento por Avenida Ossa. A veces los veía parados en la esquina, sin atreverse a cruzar la calle, en tiempos en que todavía no ponían semáforo. En esos casos, uno podía incluso vencer la timidez y acercarse al ciego de turno, tomarlo del brazo y atravesar con él hasta dejarlo a resguardo en la otra vereda, donde ya podrían enfilar seguros por calle Pucará rumbo a la escuela o esperar micro en el paradero.
De esos años rescato imágenes invencibles en el recuerdo, como la impresión que tuve la tarde en que me robaron mi bicicleta azul aro 20 y neumáticos gruesos, que ni siquiera era mía sino de mi abuela, cuando fui a comprar y la dejé apoyada sobre uno de los muros del almacén de Metuaze, en la esquina de Echeñique y Avenida Ossa donde ahora hay una estación de metro. Entré a comprar cualquier tontería, un helado o un kilo de azúcar que me hubiesen encargado, y al salir vi en el muro el reflejo inequívoco de la maldad y la desolación. ¿Cómo le decía a mi abuela, que vivía en la casa vecina a la nuestra, que me habían robado la bicicleta? Nunca conté del robo ni supe después si ella alguna vez reparó en la pérdida. Lo que sí sabía era que yo debía guardar silencio para evitar el reto y algún eventual castigo. Tenía, como mucho, diez años de edad, y era primera vez que me robaban.
En ese mismo trayecto de la casa al almacén de Metuaze, por la vereda oriente de Avenida Ossa, entre San Vicente de Paul y Echeñique, vi cómo una vez un tipo joven, mal agestado y mal vestido que venía junto a otros sujetos le arrojó a mi hermano mayor un insulto y un escupo porque sí, sin ningún motivo, cuando íbamos los dos caminando a la esquina, probablemente a comprar una pelota de plástico al bazar que quedaba en la otra cuadra. Mi hermano, que entonces tendría catorce o quince años, no dijo una palabra, creo que ni siquiera se dio vuelta para seguirlo con la mirada; sólo apuramos un poco el paso, creo. ¿Recordará mi hermano ese episodio? ¿Lo marcó a él tanto como a mí, que treinta y cinco años más tarde vuelvo a ver la escena, desfigurada en parte por el tiempo, como una película muda que sucede en cámara rápida, y a la que trato de recordar en cámara lenta para desentrañar por qué seguimos de largo, por qué la impunidad del insulto y la agresión?
Revolver los recuerdos, escribe Felisberto Hernández, es a veces un ejercicio sorprendente: "Todas las noches, antes de dormirme tengo no sólo curiosidad por saber cómo será la mañana siguiente, sino cómo veré o cómo serán los recuerdos de aquellos tiempos".
El almacén de Metuaze desapareció de la faz de la Tierra. Se llevó junto a él cientos de historias y también a sus dueños. Esa misma esquina es hoy un sitio de tránsito, donde casi nadie se detiene, salvo a veces parejas de escolares enamorados que se abrazan y se besan antes de continuar su camino. La escuela de ciegos del barrio, creo, está intacta.
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