Thursday, November 22, 2007

Ardor por horas

Por Alan Pauls

Página/12. 15 de Abril de 2002

Algún día se sabrá por qué adoramos los moteles de las carreteras norteamericanas y los hôtels de passe de París y escondemos los hoteles alojamiento en ese sótano húmedo donde enmohecen, sepultados por la culpa, los accesorios más baratos de nuestro deleite. Dos o tres páginas de Sam Shepard bastan para erizarnos la piel con la mitología de esos cuartos vulgares, bañados de neón, con paredes de madera balsa, cubrecamas chillones y alfombras que raspan. Vemos Vivir su vida de Godard o La piel suave de Truffaut, entramos- -polizones anhelantes– a esas habitaciones altas, frías, con pisos que crujen y vecinos que gimen, y la atmósfera rancia y fugitiva de esos aguantaderos del deseo nos pone al borde del éxtasis. ¿Por qué, entonces, para recuperar la iconografía de nuestras amuebladas, no tenemos otro remedio que sintonizar Volver y abismarnos en La cigarra no es un bicho (Daniel Tinayre), Hotel alojamiento (Francisco Ayala), El telo y la tele (Hugo Sofovich) o cualquier avatar de esa picaresca envilecida –llena de adúlteros de whiskería, eyaculadores precoces y mucamas de minifalda– que detenta su monopolio? Salvo Buenos Aires viceversa (Alejandro Agresti), donde Fernán Mirás y Vera Fogwill protagonizan un largo forcejeo neurótico-amoroso en una pieza tapizada de espejos, no recuerdo muchas películas respetables del cine argentino que hayan asomado la nariz al Mundo Telo sin reducir sus posibilidades ficcionales (y por lo tanto su imaginario) a los deprimentes enredos de un enjambre de discapacitados sexuales que corretean por los pasillos con la lengua afuera y los calzones a la altura de las pantorrillas.

Entendería el desdén, la caricatura o incluso el escarnio si todos los días florecieran sedes del placer, si la gente pudiera gozar en las plazas, al aire libre, o en los estadios de fútbol, los gimnasios, las iglesias y los cines. Pero en un país mataplacer como éste, ¿cómo no reivindicar la única institución inmobiliaria que hace del placer sexual su ley primera y última, a tal punto que la dictadura de Videla, creyendo que “albergue” era menos pecaminoso que “hotel”, se sintió obligada a cambiarle el nombre? Por lo demás, ¿no son alarmantes las encuestas? El deseo baja; las inhibiciones e impedimentos aumentan; psicólogos y sexólogos aconsejan activar la imaginación, flirtear con el pecado, convertir en libreto las fantasías que antes nos acosaban como traumas. El hotel alojamiento promueve todos esos milagros sin siquiera proponérselo. Cualquier hotel –no sólo avatares sofisticados como Le Nid, clásicos como el O’Tello de Villa Devoto o cualquiera de esos freaks arquitectónicos que, en un alarde de versatilidad temática: los hay egipcios, góticos, romanos–, acechan a los costados del Acceso Oeste como italparks de la lascivia.

La vida cotidiana –dicen– dispersa el deseo; la pieza de hotel lo concentra. A fuerza de estrés, alienación y vértigo, el día a día erosiona el placer; el hotel, como si fuera un laboratorio, lo aísla y lo purifica, devolviéndole las propiedades que lo hicieron famoso: su perseverancia y su ceguera, su capricho y su irreductibilidad. De todas las proposiciones lúbricas con las que nos tienta –espejos, videos porno, consoladores, hidromasaje, ese potro curvo, forrado en cuerina, que invariablemente nos contempla con soberbia–, hay una sola que es verdaderamente eficaz: el encierro. Porque el encierro es el mejor afrodisíaco; nos corta del mundo –de ese magma indolente o aciago que es el mundo–, reagrupa nuestras fuerzas, hasta entonces atomizadas, y las somete al imperio de un solo afán: gozar. Nos encerramos en un cuarto de hotel y –no importa con quién nos hayamos encerrado– somos automáticamente clandestinos; y ya se sabe que si hay una droga a la que el deseo es sensible, ésa es la ilegalidad. Y después están la iluminación artificial, las plantas de plástico, las falsas cascadas, los aromatizadores, las ventanas de paño fijo, la higiene de la rotación permanente, la falta de huellas; es decir: todas las claves, a menudo despreciadas en nombre del “buen gusto”, la “calidez”, la “humanidad” o incluso la “naturaleza” (como si hubiera algo más contra natura que el placer), que hacen del hotel el espacio extraterritorial por excelencia: un lugar de puras posibilidades, donde las leyes del mundo se suspenden y son reemplazadas por otras, desenfrenadas o cándidas, perversas o convencionales, que rigen la única dimensión en la que no hay otro rey que el deseo: la ficción.

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