Pierre Jacomet
Francisco Mouat
Conocerlo fue una fiesta. Había leído a partes uno de sus libros, Cien autoras y autores de hoy; y sabía la historia de su cuñado, Werner Martínez, aquel piloto chileno que desapareció en Costa Rica en 1943. Pero nada podría compararse con la fiesta de conocerlo personalmente el viernes 26 de junio de 2009, en el café Bonafide de Reñaca, donde nos citamos a las once de la mañana.
Me duele su muerte porque me privó de seguir conversando cara a cara con uno de los seres más magníficos que haya conocido en mi vida. Porque el libro que habíamos empezado a escribir juntos deberá continuar su camino sin su compañía. Porque él no entendía la vida sin amigos.
Pierre Jacomet tenía un blog que le había hecho uno de sus hijos, y en un correo me dijo que si quería lo revisara, a ver si encontraba algo de interés: jacomet.olivoediciones.net
Hoy leo su blog con otros ojos. Me detengo en uno de sus párrafos, puro pensamiento jacometiano: "Debemos rezar por nuestra felicidad cotidiana porque cada día tiene una cualidad diferente, una tonalidad distinta. Valorar cada instante y dar algo, incluso a los opulentos. La plata compra casas, relojes, lechos, libros, sangre, sexo, pero no puede comprar hogar, tiempo, conocimiento, vida o amor. ¿Acaso los ricos sufren más que los pobres? Tal vez, porque no tienen la disculpa de la privación y su angustia parece indecente".
Ese viernes de junio estuvimos en el café casi toda la mañana, y yo grabé la conversación. Pierre tomó té porque no se sentía bien del estómago. Pasamos revista a episodios de su vida que son literatura fantástica, como cuando fue secuestrado a los nueve meses de edad frente a los patios del Congreso y él lo recuerda con nitidez, o cuando se fugó de un internado siendo un niño de seis años: "Un día se les quedó la puerta abierta y yo me escapé. Se estaba poniendo el sol, me fui a ver dónde se ponía el sol. Me fui al campo, llegó la noche y yo seguía caminando. Llegué a una casa de campesinos, me acuerdo, había un chonchón. El hecho es que me recuperaron y me devolvieron al internado".
Después del café nos fuimos a su casa, a almorzar bistec con arroz y tomate junto a María José y Alain, sus hijos menores. Antes de sentarnos en la mesa intercambiamos libros. Yo, por supuesto, salí ganando y me traje a Santiago un botín de oro: Un viaje por mi biblioteca, su reciente traducción del Libro Uno de los Ensayos de Montaigne, y los Sonetos lujuriosos de Aretino, poesía divertidamente pornográfica del Renacimiento italiano, traducida y comentada por Pierre. "Léete el soneto número diez, es fantástico", me apuraba, muerto de la risa.
Cuando se lo leí en voz alta, nuestras carcajadas nos hicieron más amigos: "-La quiero en el culo. -Me perdonarás, /¡oh! doncella, yo no haré ese pecado,/ porque esa es ración de algún prelado,/ que ha perdido el gusto por siempre jamás".
Viejo sabio, Pierre leyó como nadie a Montaigne. Sabía, con él, que filosofar es aprender a morir. Y para no ser menos que su pensamiento, enfrentó con valentía una extraña enfermedad que lo escogió a él entre muy pocos hombres, apenas catorce mil en todo el mundo, un cáncer hereditario, el VHL, síndrome de von Hippel-Lindau, que los hace secretar unas dosis bestiales de adrenalina y cuya detección precoz es crucial. Pierre convivió con la enfermedad, la estudió, logró neutralizarla todo lo que pudo, y al final una neumonía lo mató.
"Fuimos arrojados a la vida para quedarnos, y estamos de paso", escribió Pierre en la contraportada de su libro de Montaigne. No dejaba de pensar con lucidez, y tenía la gracia de decirlo sin ninguna pedantería. Aquella mañana de junio en que nos conocimos, me regaló una frase con la que sueño abrazarlo en algún espacio inventado para reencontrarnos: "La meta no me interesa. Me interesa el paisaje. Cada paso que damos es la meta".
Releo el último correo que me escribió, la mañana del viernes 17 de julio, mientras en su casa todos dormían. Tenía fiebre, mucha tos, dolor de cabeza, un gran malestar general, pensaba que lo había atacado la gripe porcina. Nos íbamos a juntar a las once en Reñaca, pero alcancé a ver su mensaje y él además tuvo la deferencia de llamar por teléfono temprano para que no viajara, se sentía muy mal: "Seguiremos riendo, Pancho. Más vale pasarla bien, porque de esta vida nadie sale vivo".
mouatfrancisco@gmail.com
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