Saturday, September 26, 2009

Braga y Wenders, ángeles

Francisco Mouat
Si un día me preguntan a qué artistas admiro, intentaré no olvidar esta respuesta: a Rubem Braga por haber escrito crónicas inmejorables, y a Wim Wenders por conmoverme hasta los huesos con algunas de sus películas.
Rubem Braga escribió durante muchos años de su vida con vista al mar. Su crónica Hombre de mar, que figura en una antología de las cien mejores crónicas brasileras, es el sencillo relato que hace un hombre que mira el mar desde la terraza de su departamento y de pronto advierte, entre los árboles y los techos, que allá al fondo, "en el bello azul de las aguas, entre pequeñas espumas que avanzan algunos segundos y mueren", otro hombre nada, solitario, a cierta distancia de la playa. Los movimientos del nadador capturan su atención porque son armónicos, pacíficos, y van en la misma dirección del viento. Es Rubem Braga quien mira desde la terraza, y nos dice que no sabe demasiado bien por qué en ese momento admira al hombre que nada: "Encuentro en su gesto una nobleza serena, me siento solidario con él, acompaño su esfuerzo solitario como si él estuviese cumpliendo una bella misión". No sabe nada más de él, no puede distinguir ni cuántos años tiene, ni el color de su piel, ni los rasgos de su cara. Cuando lo pierde de vista, se queda pensando que ya no es responsable de lo que continúe haciendo el nadador, aun cuando desea que conserve el mismo braceo, el mismo ritmo fuerte, lento y sostenido de su braceo. Cuando lo pierde de vista, el cronista estima que ambos cumplieron su deber, y por eso no se plantea ir a alcanzarlo en la playa cuando salga del mar para estrecharle la mano. Braga prefiere escribir, y en la narración continúa preguntándose en qué consiste la grandeza de la tarea de este nadador, si el hombre no hacía ningún gesto a favor de alguien, ni construía algo útil para la humanidad. Y reflexiona que simplemente hacía algo bello, una cosa bella de un modo puro y viril, y por eso, desde la terraza, le da su silencioso apoyo y siente afecto por "ese desconocido, ese noble animal, ese correcto hermano".
Leo esta crónica de Braga y pienso en Cielo sobre Berlín, aquella película de Wenders que aquí se conoció como Las alas del deseo, en donde dos ángeles planean sobre la ciudad con el íntimo deseo de poder atarse a la tierra para acompañar a sus habitantes en sus aventuras y desventuras. Pero como ellos son ángeles y no hombres, no pueden cambiar las vidas de los mortales, apenas darles aliento, ganas de vivir. Estos ángeles no son vistos sino sólo por sus pares, y tienen la facultad extraordinaria de escuchar los pensamientos de los ciudadanos, hombres y mujeres comunes y silvestres que sufren problemas económicos, conocen el desamor, están enfermos, avanzan por las calles con su soledad o se sientan a leer en bibliotecas públicas; hombres y mujeres comunes y silvestres como uno, como los protagonistas de las crónicas de Braga.
Braga y Wenders me muestran una manera de contar que espero jamás caiga en desuso: son como ángeles de carne y hueso, ayudan a vivir mejor, abrigan cuando hace demasiado frío.
Esta mañana vine a mi taller con la idea fija de leer a Rubem Braga. Agradezco tener a mano sus libros y saber el mínimo portugués necesario para traducirlo. Su hijo, que maneja los derechos de su obra, no permite hasta ahora que sus crónicas puedan ser traducidas y leídas en español. Algún día, espero, las mejores crónicas de Braga podrán leerse impresas en mi lengua, y yo quisiera estar vivo para disfrutarlas íntegras una a una, tal como espero algún día volver a ver Alicia en las ciudades, película de Wenders que nunca he vuelto a encontrar en ningún sitio. Entonces entenderé mejor qué me emocionó tanto cuando la vi, por qué salgo a buscarla como una presa que no quisiera se me escapara para siempre de las manos. Me acompaña la ilusión de que el arte que más me gusta no me abandone para siempre cuando yo me acabe. Como un ángel que sobrevuela mi último suelo.
mouatfrancisco@gmail.com

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