Saturday, September 12, 2009

El reloj

Francisco Mouat
Una amiga me regaló un reloj cuando me cambié de oficina: redondo, sencillo, de grandes números negros sobre fondo blanco, para colgar en la pared. "No te regalo un reloj", dejó escrito en la pizarra: "Te regalo tiempo".
Pocos días después de entregármelo, compré una pila doble A para hacerlo funcionar, pero no hubo caso: los punteros no reaccionaban y la hora seguía siendo la misma: las 4:23, vaya uno a saber si de la mañana o la tarde.
Probé colocando la pila una y otra vez de distintas maneras, le di pequeños golpes al vidrio que cubre la superficie, y nada. Finalmente me aburrí y lo dejé en una de las repisas de los libreros para que, detenido en las 4:23, diera la silenciosa sensación de que la hora no avanza, no apremia.
A veces pienso que mi amiga escogió inconscientemente un reloj mal fabricado para que el aparato cumpliera una nueva tarea, insospechada hasta ese momento: dar siempre la misma hora y no fallarles a los que esperan que un reloj les dé efectivamente el tiempo suficiente para vivir antes de morir.
Con el reloj detenido observándome a corta distancia, leo en voz alta un texto que escribió una amiga -cada día más entrañable- sobre el cáncer que la ocupó años atrás, y cómo sobrevivió a él y conquistó un tiempo nuevo: "Desde un principio intenté, si no hacerme amiga de esta palabra, cáncer, por lo menos no entrar en guerra con ella. Este cáncer no provenía de ningún brutal ataque exterior. Era yo: se había generado dentro del misterioso mundo de mis células. No me gustaba el vocabulario bélico utilizado para referirse a él: no quería luchar en contra de, vencer, destruir. Por eso, decidí tratarlo no como un enemigo, sino como un error. Células mías habían tomado un camino equivocado: su afán de inmortalidad amenazaba con adelantar la mía. Se trataba de enmendar aquel error, de restablecer una armonía. A costa, imposible negarlo, de grandes sacrificios".
Sintió miedo: miedo a la muerte, y al miedo que sentían los demás que la rodeaban. Pero no era para vivir llorando que quiso sobrevivir. Tampoco quería que la palabra cáncer la definiera: "Yo no debo permitir que el pánico en la mirada ajena me reduzca a mi enfermedad". Después de un tiempo logró deshacerse de los tumores, y aprendió que todo ocurre en el presente, y que en el presente ahora ella estaba más viva que nunca.
Cómo no sabré yo que está viva, si nos reunimos con frecuencia a reír y a leer. Admiro su lucidez y por supuesto su risa, con la que viaja a todos los sitios. Es una francesa de la provincia que escogió a Chile para vivir muchísimos años atrás, y se quedó para siempre. Un día le voy a pedir que leamos en voz alta los ensayos de Montaigne, su compatriota. Sobre el miedo, por ejemplo: "Es una pasión extraña y los médicos dicen que no hay ninguna que nos descarrile tanto el seso. Y es verdad que he visto a gente volverse loca de miedo: incluso en los más serenos, es indudable que durante el ataque el temor engendra espantosos espejismos. El miedo es de lo que tengo más miedo. Porque sobrepasa en aspereza a toda otra prueba".
Le he escuchado decir a mi amiga que durante y después de la enfermedad aprendió que había muy pocas cosas que de verdad importaban. Ahora quiero llamarla por teléfono y preguntarle lo que no alcancé anoche, cuando nos vimos y leí por primera vez su texto sobre el cáncer: "¿Cuáles son esas cosas que de verdad importan, Maggy?". Sospecho de algunas, pero me resisto a nombrarlas para no romper el hechizo. Sé que ella intentará una respuesta después de soltar una sonora carcajada. Su sentido del humor, a prueba de balas y facinerosos que pueblan la Tierra, será su mejor manera de empezar a contestar.
Borges escribió que nunca había dejado de estar en Francia, y que nunca dejaría de estarlo cuando en algún lugar de Buenos Aires la muerte lo llamara: "No diré la noche y la luna, sino Verlaine. No diré amistad, sino Montaigne". Yo digo, mirando al reloj, que aún marca las 4:23: Maggy Le Saux.
mouatfrancisco@gmail.com

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