Patricio Jara sorprende y emociona con su nuevo libro "Quemar un pueblo"
Ahora no se trata de Prat ni de vampiros, sino de un circo de fenómenos que recorre la región, y lo que les pasa cuando llegan al pueblo equivocado.
Alberto Rojas, El Mercurio Online
Viernes 28 de Agosto de 2009 10:52
Patricio Jara en su año del boom: Ya ha publicado ''Prat'', ''Las zapatillas de Drácula'' y ''Quemar un pueblo''.
Foto: El Mercurio
SANTIAGO.- Una caravana sin igual recorre el continente. Un circo donde tienen cabida todos los fenómenos imaginables, un verdadero freak show que desde el Gran Chaco hasta Lima —y desde Arica hasta Coquimbo— congrega a los curiosos de cualquier edad. Porque nadie quiere perder la oportunidad de ver a Oliverio, el hombre lobo; a Alcides, el niño rana; o a los hermanos Dámaso y Gastón, que comparten el mismo cuerpo.
Así es la tropa nómade liderada por el ex traficante Lucio Carbonera. Y que llega al pueblo de Cristo de la Roca pensando en sorprender a sus habitantes. Pero se trata de un pueblo diferente, donde su presencia, lejos de maravillarlos, desatará una terrible tragedia.
Éste es el mundo que construye el escritor y periodista Patricio Jara en "Quemar un pueblo" (Alfaguara, $9.000), el tercer libro que publica este año tras la elogiada "Prat" y su incursión en la literatura juvenil con "Las zapatillas de Drácula".
Profesor en la escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales, colaborador en las páginas de Revista de Libros y Sábado de El Mercurio, y sobre todo dueño de una prosa impecable, Patricio Jara también es autor de "El sangrador", "De aquí se ve tu casa", "El Exceso" y "El mar enterrado".
-¿Qué te motivó a escribir una novela como “Quemar un pueblo"?
-Había dos planos en los que me interesaba mucho indagar: los circos de fenómenos de la segunda mitad del siglo XIX y el mundo de los primeros fabricantes de cerveza en la misma época en Sudamérica. Eran dos ámbitos distintos que comencé a investigar de manera simultánea, hasta que comenzaron a llegar los personajes y las anécdotas que detonaron la novela. Y la motivación sigue siendo la misma que me ha hecho escribir por casi 20 años: una reacción casi física ante el asombro.
-¿Hace cuánto tiempo que venías trabajando esta novela y qué permitió que se publicara este año?
-Esta novela comencé a trabajarla en 2005. Ni siquiera aún aparecía "El exceso" cuando ya tenía esbozada su estructura. Siempre pasa un poco así. Ahora, por razones ajenas a lo que yo pueda decidir, este año parece que se vino abajo el ropero y salió todo ("Prat" y "Las zapatillas de Drácula"). Pero en eso no me meto mucho. Cada libro tiene su editorial y cada editorial decide lo que considera mejor. En todo caso, son libros muy distintos y cada uno sabrá hacer su camino de modo independiente.
-¿Cómo fue tu proceso de investigación para escribirla?
-No hay mucha ciencia en los métodos de investigación, que habitualmente son una mezcla entre planificación y azar, de encontrar justo lo que uno buscaba o bien tropezar con cosas que resultan valiosas. Lo difícil, en todo caso, es escribir. Cada vez me cuesta más, cada vez tengo más dudas. En ese sentido, esta novela la siento muy mía y lógicamente en la que tuve más momentos así, de mucha duda, pues todo lo que hay es ciento por ciento literatura.
-Los personajes inevitablemente recuerdan un poco la película de los años '30 "Freaks", de Tod Browning. Al igual que la serie de televisión "Carnivale". ¿Alguna de estas obras influyó en tu nueva novela?
-Vi las dos temporadas de "Carnivale" una vez que estaba escrito el primer borrador. Me ayudó mucho como empujón a la corrección, lo mismo que el material gráfico de museos, afiches de la época y cierta música, como la canción "La bolsa", de Bersuit Vergarabat, que la escuché cada vez que comenzaba a revisar lo que había escrito el día anterior. No quise ver la película de Browning. La tuve en las manos, pero no.
-¿Es "Quemar un pueblo" un estudio sobre la tolerancia? ¿O sobre los confusos límites entre lo que es "normal" y lo "diferente"?
-A ratos siento que es una aproximación hacia los límites, hacia hasta dónde se debe aguantar; hasta qué punto vale, sirve y se necesita la tolerancia. Pero aquello, naturalmente, es algo que uno ve mucho tiempo después de haberla escrito. En el momento era un circo y su circunstancia, nada más. Si eres capaz de mirar tu novela con distancia y, de pronto, "ver" otra cosa, entonces algo late.
-¿Crees que espectáculos como el que describes en tu libro existen todavía? ¿Dónde podríamos encontrar a un nuevo Lucio Carbonera en América Latina?
-Quizás hay más de alguno dando vueltas por ahí. Y si hay, ojala sus artistas tengan el mismo trato que les daba Carbonera. La selva peruana y la selva boliviana son tan profundas que no me extrañaría escuchar alguna leyenda al respecto. Hay algunas zonas de La Paz, en Bolivia, donde no me habría extrañado encontrarme con una persona con dos cabezas o deambulando por ciertas calles del barrio de Chueca, en Madrid, cuando una noche vi pasar a personas encapuchadas, tal como aparecen en la novela.
-En general los libros de un escritor guardan cierta coherencia entre sí. Dentro de tu prolífica obra, ¿qué lugar ocupa "Quemar un pueblo"? ¿Qué simboliza?
-Esta novela está cruzada por el mismo cable que une a "El sangrador": Tratar de reconstruir ciertos aspectos del mundo de la ciencia en el siglo XIX, y con "El exceso", por cuanto varios de los personajes que en esa novela eran vistos como "casos", acá están en carne y hueso, hablan, cantan y zapatean.
-¿Y te cuesta mucho combinar tus diferentes facetas como profesor universitario, periodista, escritor y padre?
-Todo a su momento. Es cosa de organizarse y dosificar energías. Hay momentos del año en que uno destina más horas para una cosa que la otra. Este 2009, por ejemplo, no he hecho tanto periodismo como quisiera, pero he estado mucho más dedicado a la docencia y a la edición de libros de terceros, lo que a veces es más demandante que tu propia escritura. Mientras aún pueda organizar mi horario con cierta libertad, estamos bien. De modo que nada desvíe mis deberes familiares y que disfruto mucho: ir a la verdulería los jueves en la tarde, al supermercado el sábado en la mañana o tomar una cerveza con los amigotes y ver los partidos de la U el domingo.
-Por último, ¿puedes contar algo sobre tus próximos proyectos literarios?
-Hay algunos temas dando vueltas, pero muy preliminares. Ando tras la pista de una mujer que vivió en Santiago hace mucho tiempo y que se llamaba Carmen, y de otra que conocí en la universidad y que le decían "Patty Death". Como diría un locutor de radio AM: "temas del ayer y de hoy".
Martes 01 de Septiembre de 2009
150 años de “El origen de las especies”
Juan de Dios Vial Correa
En 1859, Darwin publicó “El origen de las especies”, libro fundamental de la ciencia moderna en el cual se atribuye la enorme diversificación de los seres vivientes a un mecanismo básico: la “Selección Natural”, a la que Darwin define diciendo: “…esta preservación de variaciones favorables y rechazo de variaciones dañinas es lo que llamo Selección Natural”.
El libro es un “largo argumento” a favor de esta tesis de que hay una “lucha por la existencia” que conduce “a la preservación de cualquier desviación favorable de la estructura o del instinto”.
Los datos aportados por Darwin eran ya impresionantes, y desde sus días han crecido sin cesar. Lo que él hacía —frente al complejo mundo de la biología de su tiempo— era proponer un mecanismo sencillo y de amplísimo, si no universal, valor. Para la constitución de la variedad de seres vivos, la lucha por la existencia, que es inevitable desde el momento en que el número de ellos crece más rápidamente que su posibilidad de sustentarse, determina que a la larga vayan sobreviviendo los mejor dotados.
Esto no significa que se produzca ningún “perfeccionamiento”, sino que hay un proceso continuo y oportunista que fluye sin cesar y que aprovecha a cada paso los cambios que mejoran las posibilidades de sobrevida y expansión del grupo de que se trate. Y por supuesto que lo que hoy es una ventaja puede transformarse mañana en una desventaja y perjudicar al grupo afectado, determinando incluso su extinción.
Es difícil exagerar la importancia que esta propuesta tenía para la ciencia en general. Desde el siglo XVII, y principalmente por obra de Galileo, ésta se había venido transformando en una comprensión de los “mecanismos” que operan en la naturaleza. Esta concepción que había sido utilísima en física por ejemplo, se estrellaba con la organización y funciones de los seres vivos que parecían todas estructuradas no sólo por el juego de mecanismos, sino que también “con vistas a una finalidad”, según la idea de Aristóteles.
Pero un mecanismo carece de por sí de finalidad. Él es por naturaleza ciego: se lo define por el comportamiento de los elementos involucrados y no se le puede atribuir ningún objetivo particular. La introducción de la selección natural como mecanismo fundamental en los seres vivientes equivalía a decir que en su evolución no se daba ninguna tendencia al perfeccionamiento o progreso, y que si este ocurría, era por obra del azar, de las múltiples e imprevisibles combinaciones entre las variaciones de los organismos y las variaciones de sus ambientes.
Esto significaba que el ser humano, al que se figuraba como una ramita terminal en el árbol de la evolución, era básicamente un producto del acaso. El ciego juego de las interacciones materiales lo había producido. La selección natural era sólo una ley más de la materia, y ella caracterizaba la vida de los seres orgánicos. Para algunos biólogos importantes, ella era una manera de definir el proceso de la vida.
Esta concepción hacía entrar a las ciencias de la vida dentro del campo que para la ciencia en general se había definido en el siglo XVII. Especialmente Descartes había sido enfático en desterrar la “finalidad” del estudio de la naturaleza y el planteamiento de Darwin parecía coronar el esfuerzo brillante de la nueva ciencia.
Pero de inmediato se generaron polémicas porque el origen del hombre aparecía dependiente de interacciones materiales que obedecían al azar. Hoy todavía se debe preguntar si es verosímil que el hombre sea sólo un conjunto de mecanismos, y si no hay algo que lo hace radicalmente diferente del resto de los seres vivos.
Son por supuesto innumerables los datos que fuerzan a pensar que el ser humano se originó en la evolución biológica, y que en él ha operado y opera la selección natural.
Pero sería una ceguera no reconocer que el hombre le ha traído algo enteramente nuevo al concierto de los seres vivos.
En un tiempo comparativamente muy corto (unos pocos cientos de miles de años), el hombre ha seguido un camino radicalmente distinto del de cualquier especie biológica que conozcamos. Ha poblado toda la Tierra, se ha instalado en los más diversos ambientes, recurriendo al manejo técnico de la naturaleza. Se ha multiplicado en forma impresionante. Ha generado una asombrosa riqueza de culturas. Ha generado el lenguaje en el que viven la poesía, las leyes y las ciencias. En los tiempos de la evolución biológica, es cortísimo el espacio que separa la pintura rupestre de la arquitectura contemporánea. ¿Para qué seguir? Cualquiera puede intentar el inventario interminable de lo que el hombre ha hecho para cambiar el planeta y para cambiarse a sí mismo.
Lo que más asombra, sin embargo, no es la inmensa variedad de realizaciones humanas, sino que el hecho de que todas ellas reconocen una dimensión que es nueva y distinta en la vida en la Tierra. Su raíz es el “proyecto”, la visión de un futuro, sea este modesto o grandioso. Todas ellas se hacen “para algo”, y en eso son básicamente distintas de los mecanismos. El mecanismo opera con las fuerzas de presente, el hombre construye un futuro, representándoselo, dándoles existencia a cosas que todavía no están.
Mirando desde la ciencia, podría ser que toda la naturaleza fuera mecanismo. Para nosotros, en cambio, toda la vida es proyecto. Estamos, por supuesto, sujetos a la selección natural y a todas las demás leyes de la materia. Pero hay una ley de los entes materiales que nos es propia: vivimos de futuro, de proyecto.
Es por eso que el hombre va generando instrumentos para llegar a entenderse con la realidad que se le va presentando. De esos instrumentos, los más valiosos son los del pensamiento, y entre ellos contamos por supuesto al gigantesco desarrollo de las ciencias naturales. Todo, absolutamente todo lo que sabemos de cualquier cosa, se ha generado en el hombre; pero en último término se explica en su proyecto incesante de penetrar la realidad.
Lo cual nos desafía con la pregunta tantas veces repetida: ¿Qué es el hombre? Y nos estimula a buscar otros instrumentos, distintos de las ciencias de la naturaleza, aunque no contradictorios con ellas, que nos permitan entendernos con este misterio que somos nosotros mismos, y con esta condición única de vivir de proyectos y de vivir abiertos hacia el futuro.
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