Viejos
Álvaro Bisama
Puede que en algún momento de fines de la década pasada, algunos pasáramos de las novelas cult de Ray Loriga para seguir con delectación los infortunios de los fabulosos perdedores de Nick Hornby. Era un salto de madurez pop: Loriga era capaz de explicar los misterios del rock; Hornby, sus miserias. Mal que mal, para algunos, el sueño de encerrarse en una pieza con nuestros discos preferidos que prometía Héroes como salida al horror de mundo terminó convirtiéndose en algo más concreto y nítido en Alta fidelidad, aquel catastro tan intenso como honesto de cómo las canciones nos demostraban lo idiotas, inmaduros e imbéciles que podíamos llegar a ser.
Ahora que aparecen Ya sólo se habla de amor, de Loriga, y Todo por una chica, de Hornby, en las librerías locales, no queda más que divertirse y contemplar sobre cómo el paso del tiempo quizás ha invertido los papeles. Mientras el español escribe un libro sobre la soledad de hombres de mediana edad que no se resignan al abandono, el inglés narra la vida de un adolescente skater. Por supuesto, puede que esté armando una falacia o una ficción acá, pero en el fondo no dejo de pensar que Sebastián, el personaje principal de Loriga, es una versión sofisticada y envejecida —pasada quizás por el “Take this waltz”, del gran Leonard Cohen, y con algo del Rímini de El pasado, de Pauls— del Rob de Hornby, mientras que Sam, el skater enfrentado a la paternidad de Todo por una chica, tiene el candor de los adolescentes perdidos que hicieron famoso a Loriga con novelas como Caídos del cielo.
En el fondo, en ambos hay una escritura que se parece: la de una literatura cuyo mejor atributo es describir con precisión el drama de todo rito de paso. Quizás por eso nos gustaban tanto y ahora, casi como una especie de reunión de antiguos compañeros de curso, los leemos más maduros y viejos, confundidos entre sí, luchando a duras penas contra la caricatura que alguna vez proyectaron; la del rocker y la del melómano que por azar llegaban a escribir novelas, perdidos como estaban entre Nico, Emma Thompson, John Cusack, Christina Rosevinge y discotecas más grandes que la biblioteca de Babel.
Pero además, diez o quince años más tarde, estas nuevas novelas de Hornby y Loriga nos recuerdan cuánto hemos cambiado también nosotros, cuánto ha variado lo que creíamos que alguna vez fue la literatura. Pero, ojo, aún confiamos en ellos porque en el fondo sabemos que no escriben desde el vacío, sino desde una zona que no me atrevería a llamar jamás experiencia, pero que quizás sí puede ser algo disléxicamente parecido a ella.
Mientras, sus últimos libros nos lanzan historias e imágenes que vale la pena, a modo de cierre, rescatar como un inventario de temas tan banales como cercanos, escenarios o destellos de ritos de paso tan tardíos como afortunados: un hombre perdido en una fiesta; las vueltas de un adolescente por los suburbios; la soledad de los hoteles, los parques de diversiones y los aviones; la melancolía eterna resuelta en mil cien one liners (Loriga debe ser el escritor más citable del mundo); la duda ante el futuro, la imposibilidad de bailar como una disfunción masculina; la traducción como la forma final de la escritura; la perfección de una pirueta de skate que puede ser una iluminación de un zen callejero; la voz de Tony Hawk que reemplaza la voz de la conciencia; la promesa de un futuro perdido entre el vértigo insoslayable del primer amor y la desesperanza irremontable del último.
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