Recuerdos de baúl
FRANCISCO MOUAT
Un viejo compañero de colegio me mandó por correo electrónico un par de fotos de nuestro curso en primera y segunda preparatoria. Imágenes antiguas, de 1968 y 1969, en las que aparecemos todos posando bien peinados. En la primera foto soy aún flaco. En la segunda ya he empezado a inflarme. En ambas estoy serio y circunspecto en un rincón de la última fila, mientras otros ríen relajadamente y algunos ensayan miradas socarronas. Yo en esos días era tímido patológico y me hacía un nudo en la sala de clases antes de pedir permiso para ir al baño, porque además había que decirlo en inglés: Miss, may I go to the bathroom, please? Usábamos uniforme de invierno y verano, chaqueta y corbata, y hasta las clases de matemáticas eran en inglés. Todavía éramos puros hombres en el curso.
Fuimos puros hombres hasta cuarto básico, cuando el colegio se hizo mixto. Hay dos de mis compañeras a las que recuerdo con detalle: Oriela Celsi y Mercedes Soto. Mis papás me jorobaban y decían que a Mercedes Soto yo le gustaba; decían que en un paseo de curso en una parcela fuera de Santiago ella quiso jugar a la botella sólo para besarme. Pero a mí me gustaba en silencio Oriela Celsi, que era bonita, menuda, elegante, pulcra y más o menos callada, como yo. Ella fue mi primer amor. Por supuesto nunca me animé ni a tomarle la mano: intentar algo físico era arriesgar la vergüenza del eterno desprecio. La muchacha vivía en calle Loreley, y esto lo sé muy bien porque nos llevaba al colegio el mismo furgón escolar. Apenas le hablaba en los trayectos y la miraba furtivamente cuando sabía que ella no me estaba viendo, aunque casi podría apostar que alguna vez le entregué una carta confesándole lo que sentía. ¿O esto es un recuerdo inventado? Jamás recibí ninguna respuesta, ella no me daba bola. Yo ya era bien gordo, además: mi abuelo me decía El Guatón Bolis.
Junto a las fotos del colegio venía un archivo con los nombres completos de todos mis compañeros de segunda preparatoria. Leer esos nombres y asociarlos a un rostro dispararon una montonera de imágenes. No me produjo precisamente alegría mirar estas fotos, aunque fue divertido verles la cara a muchos de ellos. Pero al revisarlas con detalle sentí algún desasosiego. Casi todos ellos, salvo un par, son hoy un fantasma en mi vida. Algunos fueron mis mejores amigos, y hoy no sé nada de su destino. Nunca más volví a ver a Echavarri, que vivía en una casa señorial en Eliodoro Yáñez. Más de una vez fui al departamento de De la Maza en Bilbao, cerca de Seminario, pero casi lo único que retengo, absurdamente, es un cumpleaños suyo en el que le poníamos la cola al burro, y donde la timidez me hacía ver el mundo cuesta arriba. A Manuel José Díaz Kappés jamás lo olvidaré: era divertido, vivía cerca de Colón con Vespucio, y sin querer nos presentó a la muerte el día en que lo acompañamos a enterrar a su hermana mayor, que se había matado en auto camino a Papudo cuando aún no cumplíamos ni diez años. Jorge Luco tenía la gracia de ser hijo de un ex futbolista y de Gabriela Velasco, animadora de televisión. Matías Vergara, que en la foto sale de lentes y muy serio, era medio payaso, aunque esto puedo estarlo inventando. Fuenzalida Momberg fue uno de los primeros en aparecer con reloj. ¿Será verdad eso? Hace poco vi al papá de Fernando Mena -que debe tener la misma edad de mi padre- tomándose un pisco sour con un amigo en un restaurante en Providencia. Vacilé si acercarme a él o no, pero no lo hice porque en rigor no sabía qué decirle.
¿Qué tengo que ver yo ahora con todos estos compañeros, con quienes aparezco en una fotografía de hace cuarenta años? Me cambié de colegio poco después, en 1973; dejamos de compartir, y hoy, entre la curiosidad de querer saber dónde está Cristián González Palma y el vago recuerdo de unos murciélagos que habitaban una casa en Algarrobo a donde íbamos con Gregorio Alvarado, me queda una sensación imprecisa: hacemos camino al andar, pero estas sendas andadas de muy niño finalmente se olvidan, lenta, prolijamente.
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